Por Samuel Auerbach
En Israel vive un pueblo especial, un pueblo que se une en compacta masa cuando uno de sus componentes sufre. El dolor de unos pocos es el dolor de todos. Ante el sufrimiento, no existen partidos ni tendencias. Son todos padres, abuelos o hermanos que lloran a un ser querido que no llega. Y eso lo saben y aprovechan con maquiavélica astucia sus enemigos. Secuestran sin pedir dinero en rescate como sería natural. Piden un precio que duele mucho más, piden la liberación de su gente que en "heroica acción" asesinó a inocentes hombres, mujeres, niños y ancianos judíos. No tienen dudas que lo conseguirán, aunque a veces sólo devuelvan cajones. Es sólo cuestión tiempo, de saber esperar.
El soldado Guilad Shalit volverá a su hogar luego de cinco años de secuestro, después de pagar Israel un precio político de alto riesgo, pues, a la vez, más de mil peligrosos delincuentes árabes con sangre en sus manos, andarán sueltos por las calles. No es la primera vez que Israel, para paliar el dolor de su pueblo, no se opone a liberar condenados a reclusión perpetua. Ya varias veces lo hizo y lo volverá hacer si es necesario. Porque así es ese pueblo. Un pueblo, al que el dolor y la solidaridad lo unió siempre con tal intensidad, que no pudieron con él matanzas ni persecuciones. La unión frente al sufrimiento es lo que ha hecho inmortal al pueblo de Israel.