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Uso de viejos prejuicios
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Por Samy Goihman Riegler
Aunque muchos de quienes hemos emigrado a Israel crecimos en una comunidad judía de la diáspora, recibiendo un aprendizaje hebreo y con cierto enfoque hacia nuestra religión, es casi imposible evitar el choque cultural al provenir de un país con tanta calidez humana como lo es Venezuela. Si bien nuestro origen está arraigado a Tierra Santa, la sazón de nuestra cultura caribeña ha enriquecido nuestras venas con dulces partículas que, embochinchando nuestras entrañas, nos hacen ver y saborear la vida de forma distinta.
Esperaba ansioso el autobús que me llevaría a la Universidad de Tel Aviv en una caliente mañana israelí. A su llegada, entre forcejeos y el amontonamiento de  pasajeros, logré extraer mi cuerpo como lombriz en puño e’niño de aquel tumulto desenfrenado e incomprensible para ingresar a un autobús absurdamente vacante. Por falta de preparación tuve que demorar un par de segundos buscando sencillo en mis bolsillos para pagar el pasaje, pero sin darme chance alguno el conductor arremetió contra mí con un fuerte y áspero grito de impaciencia; ordenando que me apresurara, alzó la voz rebasando los límites de mi entendimiento. Absolutamente ofendido, no pude digerir tal actitud y quedé como congelado. Tal vez habría tolerado semejante zaperoco de provenir de mis padres, pero ante un completo extraño mi sangre pedía ardiente una reacción; sin embargo, mi cabeza fue incapaz de procesar los hechos, pasmando mi garganta. Después de unos segundos miré al conductor a los ojos, y le pedí en un forzado y pobre hebreo que por favor no me gritara. Confundido al obtener una respuesta tan poco acostumbrada, el chofer bajó los hombros y cambió su actitud, dándome el vuelto del pasaje mientras se disculpaba con una mirada empática.
Ese fue uno de los primeros choques culturales que experimenté años atrás, al comenzar mi vida en Israel.
Acostumbrarse a la ruda comunicación personal del israelí no es tarea fácil para un latino. Aunque naturalmente nos agrupemos con venezolanos, otros latinos o simplemente extranjeros, es imposible adaptarse a un nuevo país sin tener que afrontar las diferencias de comportamiento para desenvolvernos con fluidez. Aprendemos a levantar la voz por pequeñeces, en contra de nuestra forma de ser, para obtener servicios; aprendemos a digerir con facilidad comportamientos abusivos; aprendemos que un empujón es un “descuido” codificado en el israelí y no esperamos excusas; aprendemos a regatear precios y a no dejarnos pisotear; dejamos de sorprendernos al no recibir un “por favor” ante una petición o un “gracias” después de una buena acción; aprendemos a ignorar la molesta “piquiña” que se siente cuando un extraño estornuda y nadie se inmuta para decir acostumbrado “salud”; aprendemos a no esperar los buenos días del vecino de enfrente, o a que no nos cedan el paso al conducir un carro. Pero sobre todo, aprendemos a valorar nuestra esencia latina, mientras descubrimos el verdadero brillo de la sociedad israelí.
Esa cactácea actitud, comportamiento y forma de comunicación del israelí no es simplemente resultado de los estresados años que ha padecido esta sociedad, sino un elemento de compañerismo comunal que da lugar a una implícita confianza, que desecha protocolos de armonización como los utilizados en Venezuela. La tensa interacción entre los israelíes, que sorprende a cualquier espectador foráneo, no es más que el reflejo de una confianzuda convivencia entre hermanos. A pesar de estar conformado por múltiples y diferentes grupos sociales claramente marcados, Israel resguarda en sus adentros una latente similitud entre la mayoría de sus habitantes, una corriente que fluye de forma homogénea entre todos y que obliga a reconocer la legítima existencia y protección del Estado israelí. Esa unión de un generalizado idealismo básico ha permitido que reine el sentimiento que frecuentemente se da entre miembros de una misma familia, esa expresión sin máscaras ni disfraces, completamente desligada de hipocresías, que conforma la conocida jutzpá del israelí.
Después de sobrepasar los choques culturales que inevitablemente afrontamos como venezolanos en Israel, logramos identificar el dulce néctar de la sociedad sabra, logramos descifrar la verdadera intención detrás de un grito o actitud ruda, y podemos ver plenamente la amistad que nos concilia al estar lejos de casa. Tal vez no encontremos en Israel la cotidiana humildad o el cálido recibimiento típicos del desbordado calor que abunda en Venezuela, pero sin duda alguna hallamos aquella intrínseca virtud, esa cruda y pura hermandad que caracteriza íntegramente al israelí, constituyendo un soporte tangible y real, añorado y rara vez alcanzado por otras sociedades.
Samy Goihman Riegler, estudiante de Arqueología y Geología en la Universidad de Tel Aviv
Fuente: Nuevo Mundo Israelita

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