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Por Beatriz W. De Rittigstein
En la noche del 27 de febrero de 1933, se produjo el incendio del Reichstag, el edificio oficial del Parlamento alemán, marcando el derrocamiento de la democracia y el inicio del nazismo en el poder.Los nazis acusaron a los comunistas de haber perpetrado el crimen; de hecho, el ministro del interior, Hermann Göering, mandó a arrestar a sus dirigentes. Sin embargo, aunque nunca quedó plenamente esclarecida la autoría, los favorecidos en cuanto a los beneficios políticos, fueron los propios nazis. En las elecciones legislativas de noviembre de 1932, el nazismo sólo obtuvo el 32% de los escaños, con lo cual quedó lejos de la mayoría calificada que necesitaba para el control absoluto del país.
La destrucción de la sede del Parlamento fue aprovechada por el recién investido canciller, Adolf Hitler, como excusa para disolverlo, declarar el estado de emergencia y derogar los derechos fundamentales de la Constitución de 1919 de la República de Weimar. De este modo, los nazis desataron una brutal represión contra militantes de movimientos opositores, establecieron campos de concentración y perpetraron variadas torturas. Es decir, la devastación del edificio por un acto vandálico, también constituyó la aniquilación de los partidos políticos y de la institucionalidad en la Alemania de aquellos tiempos en que empezaba el capítulo más oscuro de su historia, al imponerse una dictadura totalitaria y genocida que llevaría a la Segunda Guerra Mundial.
Esta funesta y ya legendaria experiencia es una advertencia que debería servir de aprendizaje, pues muestra la vital importancia de la institución parlamentaria, con representatividad plural, lo cual garantiza el funcionamiento efectivo del sistema democrático.

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