Por Jacqueline Goldberg
Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1890-1979) es una figura mayúscula de la vida intelectual sureña: la primera mujer que integró la Academia Argentina de Letras, líder cultural y pionera en la lucha por las libertades e igualdad del género femenino. Fue la primera mujer en obtener el registro de conducir, usaba pantalones, fumaba, escribía en la prensa, fue prisionera política y luchó contra el nazismo durante los años de la Segunda Guerra Mundial, enviando alimentos y ropa a Europa, así como albergando a judíos escapados de las garras de Hitler. En su mansión de San Isidro, la Villa Ocampo —donada a la Unesco y hoy sitio de obligado peregrinaje literario—, se hospedaron luminarias como Rabindranath Tagore, José Ortega y Gasset, Pierre Drieu de la Rochelle, Albert Camus, Gabriela Mistral, Rafael Alberti, Roger Caillois, André Malraux, Indira Ghandi, Giselle Freund, Waldo Frank, Jiddu Krishnamurti, Igor Stravinsky y Antoine de Saint-Exupéry, entre otros. Allí fundó en 1931 la célebre revista Sur, cuyo Consejo de Redacción integraban personalidades como Jorge Luis Borges, quien precisamente sobre ella escribió: “En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo… Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente… Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino”.
Ocampo fue una gran flâneur y, en consecuencia, una exquisita cronista de cotidianidades y vanidades. Llamaba “testimonios” a sus escritos, a sabiendas de que podían estar a medio camino entre la tontería y la lucidez, sin que ello fuera bueno o malo. Se paseó por las grandes aceras del mundo, surcó con sus míticos anteojos blancos los epicentros de Europa y Estados Unidos, siempre atenta a novedades que volcar en palabras, hacer causa y reproducir en su revista.
En 1946, como consecuencia de su reconocida batalla contra los desmanes del nazismo, fue invitada por el British Council a presenciar momentos del Juicio de Nuremberg. Arribó a la ciudad en ruinas —“ese hermoso Nuremberg irreconocible”, dijo— el 5 de junio y permaneció unos días en los que, además de formar parte del público anónimo y silente sentado frente a los jerarcas nazis, entre ellos el temible Hermann Goering, se paseó por los escenarios de los discursos de Hitler, cenó con oficiales estadounidenses y se asomó a salones de baile. Era la única mujer y poco le prestaban atención: “Yo parecía ser una especie de mujer invisible”.
Ocampo da cuenta sobre sus horas en Nuremberg en La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje —apuntes de viajes recientemente editados por el Fondo de Cultura Económica para América Latina— y en Cartas de posguerra, publicadas a fines del 2009 como reapertura de la Editorial Sur, fundada por la propia Ocampo en 1933. Acostumbrados como hemos estado al rigor y la aguerrida escritura de una Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, la mirada de Ocampo parece de pronto frívola, sus detalles minuciosos e innecesarios, la guerra y sus víctimas accesorios de un reportaje de revista femenina. Al lector solemne puede sacudirlo la molestia de la Ocampo por los soldados americanos ebrios que pretendían tomarla por la cintura, la presencia de una naranja solitaria en un plato, las rosas que brotan de un cerco, el ribete malherido de una realidad que no sabemos a ciencia cierta cuánto la perturbaba: “La tarde, ayer, era magnífica. Un cielo sin nubes, y la luna nueva. Las ruinas eran más impresionantes. Dicen que hay todavía setenta mil personas metidas bajo los escombros”.
“Salgo mañana para Nuremberg, con más curiosidad que entusiasmo”, escribió Ocampo a sus familiares en Buenos Aires, quejándose de su eterno discurrir entre valijas. Una vez en la ciudad alemana, remite dos misivas, en una de las cuales —entre demasiadas palabras en inglés y francés— se detiene a explicar que no hallaba un “toilet”, que no comió el almuerzo que le sirvieron antes de entrar a la sala del Trial y que en el hotel donde se hospedaba las sábanas eran dudosas.
Sorprende en ese mínimo par de cartas la descripción que Ocampo hace del custodio de Goering, incluso envía un recorte de periódico en el que se le ve y en la propia carta lo dibuja a mano: “Al lado mismo de Goering, un soldado americano espléndido, con un modelito que me gusta mucho: traje kaki, cinturón blanco, casco banco, polainas blancas y un simple palito blanco en la mano. Detrás de cada acusado uno de estos reales mozos. Parados así como una estatua de buena carne fresca. Los que no tienen nada de carne fresca son los acusados. ¡Qué caras! ¡Qué derrumbe físico!”.
La escritora argentina apunta: “Comprendí en Nuremberg lo que es vivir en un país de vencidos, en que fermentan los rencores”, porque “entre los vencidos, ruina es sinónimo de humillación”.
No podemos comparar a Victoria Ocampo con Hannah Arendt, ambas testigos y escritoras de excepción. Pero una desmelenadamente latinoamericana, la otra lacónica y alemana. Ambas perseguían realidades distintas, reflexiones prendadas de muy divergentes pasiones. La frivolidad de Ocampo es pura apariencia, en su mirada hay una sostenida conmoción que no pestañea para recalcar lo insólito, lo grotesco, lo incluso inútil de los testimonios de víctimas y victimarios, aquello que guste o no, también deja a la Historia un fecundo retrato de Nuremberg, donde el mal se mostraba banal, pero también vano.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita