Por Beatriz W. De Rittigstein
En el presente, transcurridos dos años de una feroz guerra civil y de unos cien mil muertos como consecuencia, no se vislumbra una salida; el futuro de Siria es una incógnita.
Por un lado, resulta inaceptable la continuidad de Bashar al-Assad en el poder, después de tantos años de férrea dictadura, en la cual los sirios estaban sometidos al arbitrio del autócrata. Por otro lado, los rebeldes están divididos en camarillas cuya gama va desde democráticos hasta jihadistas.
Así, aquellos que con alegatos forjados acusan a Israel de injerencia en la crisis siria, omiten que, pese a la situación bélica entre el país árabe y el judío, durante 40 años esa frontera estuvo tranquila. No obstante, debemos tomar en cuenta que Siria es aliado de Irán y de forma consistente permitía el paso de pertrechos para Hezbollah. Recordemos que, cuando Siria dominaba el Líbano, aupó el fortalecimiento del movimiento terrorista. En la actualidad, Irán y Hezbollah se hallan en Siria, apoyando la lucha contra los rebeldes y al mismo tiempo, apuntan sus misiles hacia territorio israelí.
Tampoco para Israel sería una situación segura el triunfo del extremismo islamista en su frontera norte, independientemente del origen religioso, ya sea chiíta por parte de Irán o sunita por parte de Al Qaeda o los Hermanos Musulmanes.
El conflicto sirio necesita el arbitraje de los organismos internacionales, los cuales hasta ahora se han mantenido pasivos. De algún modo, el ordenamiento mundial debe mediar para poner fin a la contienda fratricida y buscar un acuerdo que guíe al país hacia una solución justa y armoniosa, considerando que una sociedad plural como la siria sólo puede ser viable mediante un sistema de respeto a los derechos de todos.