Por Moisés Garzón Serfaty
Desde hace varios años, en diversos países del mundo en cuanto a su idiosincrasia, educación, nivel de desarrollo social y económico, se viene agigantando una maraña de actitudes, hábitos, conductas reñidas con valores morales y principios éticos antes universalmente aceptados. Ahí y ahora reinan la descortesía, la prepotencia, la ignorancia, la agresión despiadada e injustificada, el desprecio a la vida y a la propiedad ajenas, el irrespeto indetenible a las leyes y a las más elementales reglas de la convivencia social. Se trata de sociedades enfermas.
Día tras día, los pueblos de esos países se dividen en víctimas y victimarios, se enseñorea en ellos el virus de una soberbia directamente proporcional al grado de posesión de bienes materiales de los que intentan imponerse a los demás. Testigos somos de los desplantes, desmanes y abusos de quienes quieren tener la primera y la última palabra por obra y gracia de su chequera, su apellido, su estatus político, su color y su sexo.
En esos países, el tan trillado crecimiento económico se traduce en crecimiento para unos cuantos, ya inmensa si no escandalosamente ricos, y en un alarmante creciente número de seres que se ahogan en la pobreza, y aun en la pobreza crítica, lo que incide en la deserción escolar, y a la vez trae aparejada la delincuencia juvenil.
Añadamos a todo esto la tiranía de las modas y los modos que afecta a niños y adolescentes mediante la presión de los compañeros en escuelas y liceos para que sigan unas pautas implacables en el vestir, la tecnología, las diversiones, lo que incide en exigencias a los padres que estos no siempre pueden satisfacer.
El espectro del bullying dentro y fuera de los centros de enseñanza —con el demoledor refuerzo de las redes sociales— y sus dramáticas, cuando no trágicas, consecuencias a corto y largo plazo; el irrespeto que alcanza a los padres, los ancianos, los infantes, los enfermos, las embarazadas y los incapacitados; la absoluta ausencia de una cultura del servicio, del cumplimiento de deberes, del ejercicio de la responsabilidad, la gestualidad a veces obscena y la deformación del idioma, entre otras taras sociales, son lacras que contribuyen a una acelerada degradación y constituyen el entramado perfecto para el envilecimiento individual y el caldo de cultivo para la propagación práctica de vicios y carencias como la pérdida de la dignidad, el auge de la mentira, el desbordamiento de la corrupción y el uso de las drogas, que debilitan el tejido social, la solidez institucional y la estabilidad democrática. Y esto ocurre ante la mirada indiferente de los que se cruzan de brazos, en cómplice silencio ante el infame atropello a la libertad, en su sentido más amplio, enmarcada como derecho inalienable en disposiciones constitucionales y leyes, al mismo tiempo que se vulneran todo tipo de otros derechos.
Para frenar y revertir esta degradación, los medios de comunicación escritos, audiovisuales y las redes sociales serían de gran utilidad, y los padres y los educadores debieran adoctrinar a sus hijos y alumnos sobre cómo conducirse en la vida, cómo tratar y esperar ser tratado, cómo respetar al otro y actuar para ser respetado, y que tener está bien, pero que ser es mucho mejor, así como cuidar la buena reputación, el honor del prójimo, el derecho a la vida propia y de nuestros semejantes con dignidad, sin carencias para alimentarse, vestirse y cuidar su salud, pues como sentenció Oscar Wilde, muchos son los que están vivos, pero pocos los que viven.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita