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Por Beatriz W. De Rittigstein
El terrorismo embiste a cualquiera en cualquier lugar. La mayoría de estas arremetidas se originan en el radicalismo islámico y han ocurrido con su consecuente cifra de muertos, heridos, destrozos y cambios en el sistema de numerosos países, entre ellos Argentina, Bulgaria, India, Tailandia, Gran Bretaña, España, Israel, EEUU, Rusia y una larga lista. Así, el terrorismo demuestra que no tiene límites, el mundo es de sus ejecutores.
En estos días hemos visto una escalada con el asalto perpetrado por un grupo somalí vinculado a Al Qaeda, llamado Al Shabab, a un centro comercial en Nairobi, el cual finalizó tras cinco días de ocupación y cerco, con la retoma por parte de la policía keniana.
Desde hace más de veinte años, Kenia sufre distintas formas de ataques terroristas. En 1998, Al Qaeda destruyó con una bomba el predio de la embajada de EEUU en Nairobi, matando a más de 200 personas. En 2002, los turistas israelíes fueron el objetivo de los islamistas; primero un fallido bombardeo de misiles contra un avión de la línea israelí Arkia, al despegar de Mombasa. Y, en seguida, cuando unos 140 israelíes se estaban registrando, fue atacado el hotel Paradise de ese balneario.
En los últimos años, los sediciosos somalíes realizaron varios secuestros en territorio keniano, como el de dos cooperantes españolas de Médicos sin Fronteras, del campo de refugiados de Dadaab. En 2012, encapuchados dispararon y lanzaron granadas mientras los fieles cristianos oficiaban misa en dos iglesias de Garissa.
Frente a este flagelo que va en incremento, los sectores vinculados a la seguridad de cada país están obligados a colaborar estrechamente entre sí, para que el difícil combate contra el terror tenga opciones de victoria.

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