Por Julián Schvindlerman
En marzo de 1944 una bomba hecha por partisanos estalló al paso de tropas SS en la Roma ocupada. Treinta y tres soldados alemanes murieron. Adolf Hitler ordenó matar a diez italianos por cada nazi muerto. Dentro de las 24hs, 335 italianos encarcelados, entre ellos 73 judíos, fueron transportados hacia las Fosas Ardeatinas por los responsables de la GESTAPO en Roma -Erich Priebke y Herbert Kappler- junto con otros doce oficiales y noventa soldados. Allí los condenados fueron agrupados de a cinco y asesinados en tandas. Arrodillados sobre los cadáveres de los otros desdichados, fueron ejecutados de un tiro en la nuca. Así sesenta y siete ejecuciones grupales debieron sucederse. En 1946 Priebke dirá a los aliados durante un interrogatorio: “Yo entré con el segundo o el tercer grupo y maté a un hombre con una pistola automática italiana, y hacia el final maté a otro con la misma pistola”. Acto seguido las entradas a las fosas fueron dinamitadas. Luego los verdugos abandonaron el lugar. ¿Por qué 335 si el Führer había exigido 10 por cada soldado abatido? Los oficiales nazis advirtieron que por error se había reunido a 5 personas de más y decidieron matarlos igualmente para no dejar testigos.
Al concluir la guerra Priebke estuvo poco más de un año y medio en un campamento de prisioneros británico en Roma hasta que huyó hacia Austria donde se escondió en un monasterio franciscano. Con la asistencia del Vaticano y de la Cruz Roja viajó luego a la Argentina. Vivió tranquilamente en Bariloche durante aproximadamente cuarenta años hasta que, en 1991, fue detectado por un escritor argentino. Luego de una entrevista con una televisora norteamericana -en la que admitió ante las cámaras “Aquellas cosas ocurrían, ¿sabe usted? En aquella época una orden era una orden, joven. ¿Entiende?”- se convirtió en una infame causa célebre. Entonces Roma pidió su extradición a las autoridades argentinas y en 1995 el nazi fue despachado hacia Italia. Tres años más tarde fue condenado a cadena perpetua con el privilegio del arresto domiciliario. Doce días atrás, a los cien años de edad, falleció.
Y entonces un cierto sentido de justicia moral comenzó a abrirse camino. Uno tras otro, los gobiernos de Alemania (país donde nació), la Argentina (país donde vivió escondido) e Italia (país donde murió) lo repudiaron, rechazando enterrar en su suelo el cuerpo del asesino. El Vaticano prohibió a las iglesias católicas romanas que oficiaran su funeral. Un intento de realizar su velatorio en una iglesia ultracatólica de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X en la localidad Albano Laziale próxima a Roma terminó frustrado, al enfrentarse neonazis con manifestantes que a patadas y puñetazos buscaron impedir el ingreso del ataúd. Sus restos fueron llevados al aeropuerto militar de Pratica di Mare donde, al momento de escribir estas líneas, permanece.
Al igual que Rudolph Hess -y a diferencia de muchos nazis de alto rango juzgados, cuyos cuerpos fueron cremados- Priebke sería enterrado. Esa situación creó tensiones entre los estados implicados. Ostensiblemente, los gobiernos invocaron razones legales (cuestiones de jurisdicción) o pragmáticas (evitar que su tumba se transforme en un centro de peregrinación neonazi) para justificar sus rechazos. Pero la consideración máxima debió ser la principista: negarse a alojar en suelo patrio las exequias de un criminal de guerra nazi.
Esto era esperar demasiado de parte de estados habituados a la expediencia política. Tal como relató Uki Goñi en La auténtica Odessa, fue la Comisión Pontificia para la Asistencia en Roma la que emitió, en 1948, un documento de identidad vaticano para Priebke con un alias; él a su vez aseguró que en 1942 el Papa Pío XII lo recibió en audiencia. Durante el juicio en Italia en la década de 1990, la Iglesia Católica alojó a Priebke en el monasterio San Buenaventura, bajo custodia policial, en las afueras de Roma. Este mismo monasterio había ocultado a varios criminales de guerra nazi en la posguerra. La Argentina de Juan Domingo Perón acogió con gusto al fugitivo nazi en 1948, otorgando su permiso migratorio el mismo día que emitió el de Josef Mengele. “En aquellos días Argentina era una especie de paraíso para nosotros” confesó Priebke posteriormente. No sólo entonces. Es conocido el afecto de sus vecinos barilochenses, quienes lo llamaban cariñosamente “don Erico” y adoraban los productos de su fiambrería “Viena”. Antes de ascender la escalerilla del avión que lo llevaría al juicio en Roma, el nazi se despidió de los policías argentinos que lo habían escoltado; éstos lo abrazaron, sus ojos estaban humedecidos por las lágrimas. El vicecónsul italiano en Bariloche sabía de su presencia en la Patagonia pero nunca informó sobre ello. Renunció a su puesto cuando se desató el escándalo. Y Alemania presentó su propio pedido de extradición sólo después de que Italia lo hiciera. Tres fiscales de la Unidad de Crímenes de Guerra que seguían el caso Priebke entre 1947 y 1973 habían sido miembros del Partido Nazi durante la guerra. En 1996 el fiscal responsable, Hermann Weissing, admitió que siempre tuvieron a mano evidencia inculpatoria pero no la usaron.
Gracias a la complicidad de terceros, Erich Priebke logró eludir a la justicia durante la mayor parte de su vida. Murió sin remordimientos, negando el Holocausto y contextualizando sus acciones. Es mínimamente justo que la paz que tuvo en vida le haya sido vedada a su muerte.