Por Jonathan Spyer
Un atentado suicida en la sede de la inteligencia militar egipcia en la ciudad de Ismailía fue reivindicado recientemente por Ansar al Bayt Maqdis, un grupo jihadista salafista vinculado a organizaciones similares de la Franja de Gaza.
Once personas, entre ellas seis soldados resultaron heridos.
El ataque en Ismailía es el último episodio de la creciente insurgencia islamista contra el gobierno de facto del general Abdel Fattah al Sisi y los militares en Egipto. Ha sido de particular importancia debido a que la ciudad se encuentra justo al oeste del Canal de Suez y la península del Sinaí.
En la región poco vigilada del norte del Sinaí, los grupos jihadistas han estado activos desde el golpe militar del 3 de julio, e incluso desde antes.
Pero el atentado en Ismailía constituye sólo la segunda vez que Ansar Bayt al Maqdis ha logrado atacar al oeste del canal. Este ataque podría ser un signo de lo que vendrá.
No obstante, si bien el incremento de la violencia en Egipto constituye, sin duda, un dolor de cabeza de seguridad para el régimen egipcio; no implica ninguna amenaza política para Sisi y ni para los que le rodean.
Los terroristas salafistas no van a tomar el poder en Egipto. Se trata de un asunto irritante; pero, paradójicamente, el resultado político de sus actividades será probable un apoyo creciente para Sisi, y llamados a medidas más duras que reflejen la represión de Hosni Mubarak contra grupos similares en la década de los noventa.
La represión tendría un amplio apoyo público. Las actividades en curso de los jihadistas, mientras tanto, por lo menos siempre y cuando no superen un determinado volumen, proporcionan un contexto útil para la continua presencia del ejército en el centro de la vida pública de Egipto.
El terreno de juego de creciente violencia jihadista es una indicación del desvanecimiento de las opciones que Sisi ha dejado a disposición de los islamistas.
Desde el golpe del 3 de julio, el general ha buscado deliberadamente excluir a los islamistas de la vida política en todos los sentidos, dejándoles sólo las opciones de la marginación efectiva o el giro hacia el uso de la fuerza.
Poco después del golpe de Estado, la organización de los Hermanos Musulmanes fue declarada ilegal y sus bienes incautados.
Los líderes del movimiento, incluyendo el presidente Mohamed Morsi, han sido arrestados. El 14 de agosto, el ejército participó en una sangrienta represión contra el movimiento de protesta en la mezquita de Rabia en El Cairo.
En los meses posteriores se han visto una serie de manifestaciones tempestuosas y violentas por parte de la Hermandad, exigiendo la liberación de sus líderes, que se retiren todos los cargos en su contra sus dirigentes y que se le permita al grupo retornar a la actividad política.
La última de ellas tuvo lugar el 6 de octubre, día en que los egipcios conmemoran la “victoria” de la Guerra de Octubre de 1973.
Los partidarios de la Hermandad trataron de hacerse camino hacia la plaza Tahrir; mientras protestaban contra la detención de Morsi y llamaban “asesino” a Sisi.
La respuesta de las fuerzas de seguridad fue dura. Alrededor de cincuenta personas murieron en los enfrentamientos posteriores, decenas resultaron heridas y doscientos miembros de la Hermandad fueron detenidos.
Junto con la respuesta inflexible en las calles, el gobierno militar trata de ligar directamente las tormentosas manifestaciones de la Hermandad en las ciudades con la insurgencia que ha hecho erupción en el Sinaí.
Así, un comunicado enviado a la prensa por el ministro del Interior, general Mohamed Ibrahim, después del ataque en Ismailía afirmaba que “la Hermandad Musulmana tiene una nueva fuente de financiación, como indica el ataque contra la Dirección de Seguridad del Sur de Sinaí, usando un vehículo entrampado con explosivos conducido por un terrorista suicida”.
Al recurrir a la fuerza, los islamistas de Egipto estarían “haciéndole el juego” a las fuerzas de seguridad en su propio terreno, sin ninguna esperanza de triunfo. Pero la actividad política también se les ha cerrado.
En las discusiones actuales sobre la reforma de la Constitución egipcia, mientras tanto, parece que la modificación del artículo 54, que trata de la fundación de los partidos políticos, está lista para su aprobación. La enmienda prohíbe la creación de partidos políticos sobre bases religiosas o la actividad política basada en la religión.
Incluso el partido salafista al Nur, que está colaborando en gran medida con el gobierno controlado por militares, en un principio se opuso a eso (aunque ahora parece resignado). Otros grupos islamistas están luchando para lograr una respuesta.
El movimiento Gamma al Islamiya, un antiguo grupo terrorista que entró en la política tras el derrocamiento de Mubarak, expresó el dilema de los islamistas de la forma más clara. En declaraciones al diario Al Ahram, uno de sus líderes expresó que tras de la caída de Mubarak, se han “involucrado en el proceso político. Cometimos algunos errores, por supuesto. Tal es la naturaleza del juego político. Pero ahora la sociedad nos quiere prohibir. ¿Cómo se supone que debemos convencer a nuestros jóvenes a no participar en la política y a no recurrir a la violencia de nuevo” La respuesta, desde el punto de vista de las actuales autoridades egipcias, es algo así como: “Ese es vuestro problema”.
El enfoque de Sisi puede parecer poco familiar para los observadores occidentales contemporáneos, porque no está tratando de mantener a los islamistas en un impasse y luego buscar un acomodamiento.
Más bien, su objetivo parece ser la victoria estratégica en la batalla contra la Hermandad y las facciones islamistas más pequeños.
Para ello, les ofrece dos alternativas: aceptar pudrirse en el olvido político, u optar por resistir – y ser aniquilados por el ejército.
Fuente: Aurora Digital