Por Daniel Rafecas
Este año conmemoramos los 70 años de la muerte del sacerdote católico Bernhard Lichtenberg. Tal acontecimiento resulta oportuno para recordar su historia como un ejemplo universal contra la opresión del totalitarismo ofrecido por un miembro de la Iglesia Católica.
De su coherente trayectoria como lúcido y comprometido sacerdote en la ciudad de Berlín -con permanentes hostigamientos por parte de la dirigencia nazi, que lo tenía en la mira incluso desde antes de llegar al poder en 1933-, Lichtenberg cobró un inusual protagonismo en ocasión del pogromo organizado por los nazis en noviembre de 1938 en todo el Tercer Reich, la Kristallnacht.
Para ese entonces, el padre Lichtenberg, de 66 años, ya era Deán de la Catedral de Santa Eduviges y por tanto, segundo en importancia después del Obispo de Berlín.
Tras haber sido testigo de aquella orgía de violencia despiadada en contra de los vecinos judíos, que llevó al incendio y destrucción de todas las instituciones culturales y religiosas de esa comunidad, este hombre de la Iglesia hizo algo extraordinario.
Como resaltan tanto Raul Hilberg (La destrucción de los Judíos Europeos, p. 513), como Saul Friedländer (Pío XII y el III Reich, p. 99), por encima de las murmuraciones de rechazo de buena parte de la sociedad alemana en torno a estos sucesos, un hombre se dispuso a manifestar en voz alta su protesta, concretamente, se atrevió a orar públicamente por los judíos, tanto los bautizados como los no bautizados:
“Sabemos lo que ocurrió ayer, ignoramos lo que ocurrirá mañana; pero somos testigos de lo que sucede hoy: en el exterior [de esa catedral] la sinagoga está ardiendo y también es la casa de Dios”.
Es más, el historiador Martin Gilbert, en su obra “Kristallnacht. Prelude to Destruction” (p. 40) nos dice que Lichtenberg, en valerosa respuesta frente a la destrucción y a la brutalidad desatadas con aquel pogromo, cerraba cada tarde su servicio de misa en la catedral berlinesa pidiendo una plegaria:
“Por los judíos, y los pobres prisioneros en los campos de concentración”.
Como consecuencia de estas actitudes, en donde Lichtenberg protestaba abiertamente contra las medidas del régimen -más adelante también lo haría, de forma igualmente enérgica, en contra del programa de exterminio de discapacitados mentales conocido como Programa T-4, así como también, en ocasión de las deportaciones de los judíos berlineses a guettos en el Este (Gilbert, p. 250)-, finalmente fue detenido por la Gestapo y enviado a prisión.
En el registro de su vivienda, la policía descubrió que Lichtenberg tenía pensado pedirle a los fieles que rechacen por infame la propaganda antisemita:
“…No os dejéis confundir por este pensamiento anticristiano, sino actuad según los preceptos de Jesucristo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»”.
Mantenido en prisión preventiva, el padre Lichtenberg, nos dice Hilberg (p. 513), nunca cejó en su vocación de condenar la intolerancia y el antisemitismo, a punto tal que insistía en que:
“Deseaba unirse a los judíos en el Este, para orar allí por ellos”.
El 22 de mayo de 1942, un tribunal especial (Sondergericht) dedicado a perseguir delitos políticos, convirtió su prisión preventiva en una condena a dos años de prisión, por un cargo tan hipócrita como el de haber perturbado la paz pública.
Cuando el padre Lichtenberg agotó la condena impuesta, en octubre de 1943, y antes de abandonar la prisión, la Gestapo condicionó su liberación a que deje de predicar. Como se rehusó, fue deportado al campo de concentración de Dachau, bajo la alegación de que si era liberado, el acusado volvería a cometer los mismos delitos.
En efecto, hoy sabemos que cuando la Gestapo advertía que una condena no era lo suficientemente severa, o bien, que el liberado podía ser potencialmente peligroso para el régimen, la policía secreta del Estado nazi hacía uso de un Decreto secreto de 1937, que la autorizaba a tomar el caso en sus manos, hacerse cargo del preso, y en el mejor de los casos, disponer sin más su reclusión por tiempo indeterminado en los campos destinados al efecto, entre ellos Dachau, donde las víctimas eran empleadas como mano de obra esclava hasta su muerte (cfr. Johnson, Eric: El Terror Nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán, p. 246).
Pero en el caso de Lichtenberg, éste evidenció estar demasiado enfermo siquiera para soportar el traslado a aquel Lager. Murió camino a su nuevo destino de reclusión, en un hospital, el 5 de noviembre de 1943.
El 23 de junio de 1996, el Papa Juan Pablo II beatificó a Bernhard Lichtenberg en Berlín, y el 7 de julio de 2004, Yad Vashem lo distinguió como Justo entre las Naciones.
A setenta años de su muerte, el ejemplo de valentía y de humanismo del padre Lichtenberg todavía nos sacude y nos inspira, tanto a judíos como a no judíos, para que nunca perdamos la capacidad de indignarnos frente a la opresión y a la discriminación, sea cual fuere el colectivo perseguido, para que seamos capaces de sensibilizarnos ante la injusticia y la violencia, en especial, aquella que proviene del terrorismo de Estado, que suele anestesiar y paralizar a la sociedad, aislando y neutralizando a esos seres extraordinarios que, como Lichtenberg, en tales circunstancias, se convierten en un Faro en medio de la oscuridad.
Fuente: Congreso Judío Latinoamericano