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Por Beatriz W. De Rittigstein
Hace un par de meses se cumplieron 48 años de la aprobación de la declaración Nostra Aetate, documento de la Iglesia católica acerca de las relaciones con las religiones no cristianas.
Emitida por el Concilio Vaticano II, que inició Juan XXIII y continuó Paulo VI, constituye una evolución, aún en una medida limitada, que planteó una reflexión sobre los errores cometidos por la Iglesia a través de la historia. Entre otros asuntos, reconsidera las posturas teológicas medievales, dando pasos para erradicar los prejuicios contra el pueblo judío que motivaron los numerosos e insólitos atropellos acaecidos a lo largo del tiempo.
En 1975, la Santa Sede publicó una guía en la cual reafirma el reconocimiento de un vínculo entre el judaísmo y el cristianismo, en aspectos históricos, bíblicos, litúrgicos y doctrinales; reitera su rechazo al antisemitismo y asegura que el Holocausto "debe ser visto como una dolorosa consecuencia de la naturaleza maligna de esta forma de odio".
En esa senda, la visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma en 1986, abrió un nuevo capítulo en los nexos interconfesionales. Allí, el Papa admitió la centralidad de Israel para la existencia del pueblo judío.
En 1990, la Comisión Pontificial para la Justicia y la Paz del Vaticano adoptó varias resoluciones sobre el tema del antisemitismo, resaltando la denuncia contra el "antisionismo como una de las formas actuales de antisemitismo, que es ve-hículo del antijudaísmo teológico y se manifiesta a través de críticas injustas y acusaciones indiscriminadas en contra del Estado de Israel".
En la actualidad, el Papa Francisco, quien tiene una gran obra ecuménica en Argentina, le está dando mayor vigor a la armoniosa convivencia interreligiosa.

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