Por Ana Jerozolimski
Estas líneas las escribo desde el hospital Hadassah Ein Kerem de Jerusalén (en la fotografía), donde mi madre tuvo que ser internada el jueves 26 de diciembre de 2013 para una operación de apuro, que afortunadamente salió bien.
Lo comento no por compartir algo personal con los lectores, sino porque todo aquel que ingresa a un hospital de Israel a recibir tratamiento se sumerge en una situación que probablemente resulte difícil de creer a quien no la ve con sus propios ojos… o mejor dicho a quien cree que Israel se parece más a los titulares de la prensa que a su propia verdad.
La convivencia entre judíos y árabes en Hadassah y en el resto de los hospitales de Israel, debe sin duda ser uno de los principales motivos de orgullo del país.
Ciudadanos israelíes de todas las procedencias, judíos, árabes musulmanes y árabes cristianos, palestinos llegados de los territorios bajo control de la Autoridad Palestina, religiosos y laicos, nativos de esta tierra y oriundos de los más variados confines del mundo, comparten una realidad que podría sin duda dar tema a varias películas de Hollywood.
Pacientes judíos y árabes son atendidos por igual, de acuerdo a las necesidades de sus respectivas dolencias, no de sus rasgos, su color ni su identidad nacional o religiosa. Médicos judíos y árabes cumplen sin distinción con el juramento hipocrático, sin que importe quiénes son sus pacientes ni de dónde llegaron.
Claro que así debe ser siempre, así actúan los médicos dignos de su profesión, en el mundo. Pero cuando de por medio hay un conflicto nada sencillo como el que envuelve a esta tierra, tantas desconfianzas y dolores, esta normalidad israelí no es lo obvio… para nada.
A mamá la recibió ante todo el Dr. Ayman, árabe, que se presentó así, con su nombre de pila, como cirujano de urgencia. Enfermeras judías esperaban sus indicaciones. En el área central de la parte administrativa, donde todas las computadoras guardan los registros de los pacientes, un joven médico con la “kipá”, de judío religioso, leía algo en el ordenador. Arabe y hebreo se mezclaba en el aire con total normalidad. Luego llegó el Dr. Abu Ghazala, otro médico árabe de amplia sonrisa y expresión agradable, que inspiró plena confianza al explicar por qué había que operar.
En la sala de operaciones estaría luego el otro Dr. Abu Ghazala, su hermano, más alto y más serio, pero no menos amable, no menos claro y firme en sus comentarios. “Es de lo mejor, eso está muy claro, ya lo he visto muchas veces en acción”, comentó una enfermera con el cabello cubierto como es propio de las judías religiosas.
Familiares de pacientes internados se cruzan en los corredores. Cada uno en su espacio de la sala de urgencia. Los árabes cuyas mujeres van generalmente cubiertas, aunque no en el rostro, con su vestimenta típica notoriamente reconocible. Los judíos religiosos de atuendo negro o vestimenta común pero con la cabeza cubierta con el solideo… los seculares, todos, preocupados cada uno por su ser querido al que tuvieron que llevar a ver un médico, sin que a nadie le parezca extraño que en la cama de al lado esté “el otro”, ese que en las noticias es visto o presentado automáticamente como el enemigo, como “la otra parte”, pero que dentro de un hospital israelí es simplemente uno más.
El camillero, que por su tez oscura y luego por su acento comprendemos es una familia oriunda de Etiopía, traslada a mamá al quirófano. Allí la espera, entre otros, el Dr. Abu Ghazala… y Ricardo -no recordamos su apellido- un anestesista de Costa Rica, que alivia los nervios de mamá hablándole en español y prometiendo cuidarla. Luego de la exitosa operación, dos horas más tarde, en la recuperación, médicos y enfermeros árabes y judíos, junto con algunos extranjeros llegados por unos años a una especialización en Hadassah, comparten responsabilidades y funciones.
Y lo bueno… es que a nadie le llama la atención.
También para nosotros es lo más normal.Con la deformación profesional de ver en cada vivencia diaria el potencial de una nota, es que podemos destacarlo, siendo conscientes de que lo que dentro de Israel es más que normal, afuera casi no se conoce.
Recordamos que en 2004, cuando el hospital Hadassah fue candidato al Premio Nobel de la Paz (que no ganó), entrevistamos al Profesor Avi Rivkind, Jefe de Medicina de Emergencia, cuyo rostro había entrado como figura muy conocida a todo hogar en Israel, a raíz del protagonismo que obtuvo por los numerosos atentados de la segunda intifada. Demasiado a menudo Rivkind aparecía en la pantalla, en la cobertura de la terrible dinámica de los atentados suicidas, de aquellos días en los que en Israel uno se levantaba preguntándose: “¿Dónde será hoy la explosión?”. Salvó vidas en situaciones increíbles y a muchas otras que pasaron por sus manos, ya nada las pudo salvar.
“¿Cree usted que Hadassah merece el Premio Nobel de la Paz?”, preguntamos en aquel momento al Profesor Rivkind, sabiendo que el motivo por el cual se lo había postulado, era precisamente esa atención tan clara e igualitaria a judíos y árabes, a pesar del cruento conflicto. “No sé si Premio Nobel de la Paz”, respondió Rivkind, explicando que “los médicos hacemos lo que es nuestro deber moral”. Y agregó: “Es cierto que hay aquí situaciones increíbles… ¿qué pueden estar internados heridos de un atentado terrorista y en la pieza de al lado, el terrorista mismo”. Rivkind se detuvo por un momento, suspiró y dijo: “No sé si Nobel de la Paz pero si inventan un Nobel de locos ese sí que lo ganamos”.
Entre un párrafo y otro, mientras mamá dormita y descansa un poco, recibo en mi celular las actualizaciones de las últimas noticias. “Una carga explosiva estalló en el ómnibus 240 de la línea Dan, en la ciudad de Bat Yam, al sur de Tel Aviv”, dice la primera frase que llega a las 15.30 aproximadamente. Un pasajero divisó un bolso junto a la puerta trasera, se acercó y vio cables. Alertó al conductor, que preguntó a viva voz si ese bolso pertenece a alguien. No era de nadie. Ni corto ni perezoso, detuvo el ómnibus y sacó a todos los pasajeros a la calle. Acto seguido, llamó a la policía. Un experto de la unidad de explosivos llegó rápidamente al lugar. Cuando el descebador intentó desarmar la carga explosiva, estalló parte de la misma y lo hirió levemente.
Cinco minutos antes habían bajado los últimos pasajeros.
En la “pequeña” bomba había cinco kilos de explosivos, que de estallar en condiciones “normales”, podría haber matado a varias personas.
“Yo no soy un héroe”, dijo el chofer. ”Hice lo que cualquiera habría hecho en la realidad de Israel”.
Y volvemos a hablar pues, de locura… y normalidad.