Por Rebeca Perli
"¡Soy inocente! ¡Viva Francia!"
Con estas palabras, y con la cabeza en alto, se expresó el capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, al momento de ser degradado en París, en una humillante ceremonia pública, y ante una enfurecida multitud que le gritaba consignas antijudías, en enero de 1895.
El motivo: Una Corte Marcial francesa lo había declarado culpable de alta traición, por espionaje a favor de Alemania, debido a un documento, "supuestamente", escrito por él y entregado al enemigo.
La penalidad: cadena perpetua en el denigrante y tristemente célebre penal de la isla del Diablo.
Un año más tarde el Servicio de Inteligencia de Francia interceptó un nuevo documento el cual dejaba en evidencia como agente alemán al mayor francés Ferdinand Esterhazy, quien, no obstante, fue absuelto, lo que hizo largo el camino por recorrer para probar la inocencia de Dreyfus. Se necesitó la defensa de intelectuales de la talla de Emile Zolá y su célebre Jaccuse ("Yo acuso"), dirigido al entonces (1898) presidente de Francia, Félix Fauré.
"Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice. Mis noches serían atormentadas por el espectro del inocente que expía allí, en la tortura más horrible, un crimen que no cometió". Habría escrito Zolá.
Su "Yo acuso" causó una gran conmoción y dio lugar a una crisis política y social en cuyo marco quedó al descubierto una fuerte corriente de antisemitismo.
Fue apenas en julio de 1906 cuando el Tribunal de Casación, con todas las cortes reunidas, anuló el juicio anterior y afirmó que la condena contra Dreyfus se había pronunciado "erróneamente". En ese mismo mes fue reintegrado al ejército como Jefe de Escuadrón y nombrado Caballero de la Legión de Honor, pero el daño ya estaba hecho.