Por Julián Schvindlerman
El nuevo año no ha comenzado tranquilamente para el Medio Oriente.
Irak padeció durante el año ido la peor cantidad de muertos por atentados en los últimos cinco años. A la luz de lo cual y ante el próximo repliegue de los Estados Unidos de Afganistán para mediados del presente surgen interrogantes acerca de qué sucederá allí. La guerra civil en Siria ha quebrado al país en varios bandos y su caos ha derrapado hacia el Líbano e Irak, creando presiones sobre ambos gobiernos y replicando los enfrentamientos sectarios, donde una especie de rebelión dentro de la rebelión se ha cristalizado en los combates entre islamistas dentro de la propia oposición. Egipto ha regresado a la era Mubarak sin Mubarak, con los militares en el poder, los Hermanos Musulmanes en la clandestinidad y nuevas restricciones a las libertades políticas para todos los egipcios. Libia y Yemen están siendo acosadas por tribus armadas, milicias jihadistas y gobiernos débiles. Túnez -donde todo comenzó- todavía batalla por su estabilidad.
Uno imaginaría que la caída de Saddam Hussein, Muhamar Ghadaffi o el posible derrocamiento de Bashar al-Assad son desarrollos positivos al irse déspotas anti-occidentales del gobierno. Pero, como el comentarista Gerald Seif ha notado, nada es tan simple en el Medio Oriente. La derrota de Saddam dejó fortalecido a Irán. La salida de tiranos no dio lugar a democracia sino a luchas inter-étnicas por el poder. El islamismo ha crecido notablemente. Al-Qaeda ha resurgido con gran fuerza superando su momento de debilidad tras la muerte de Osama Ben-Laden.
La mayoría de los países árabes son construcciones del colonialismo europeo que reunió a diversas etnias y sectas bajo un mismo gobierno que apeló a la tiranía y la amenaza fantasiosa de enemigos externos (el sionismo y occidente) para consolidar su poder. Por décadas sofocó, degradó y oprimió el disenso, la inventiva, la libertad, a la vez que estancó en la pobreza y el subdesarrollo a grandes cantidades de personas. La primavera árabe se rebeló contra este sistema de gobierno. Los clamores fueron dirigidos contra los represores, no contra los “infieles”. Ese fue un acontecimiento inédito y el más extraordinario, tanto política como culturalmente, que ofreció esta rebelión masiva.
Pero la primavera árabe no sólo alteró la estructura de poder reinante de los países árabes sino que transformó profundamente a toda la región. Lo cual, combinado con la actual vocación de retirada de los Estados Unidos de la zona y el ascenso de Irán, deja un cuadro inquietante. La mala noticia es que estamos ingresando a una fase histórica signada por un Medio Oriente pos-norteamericano. La buena noticia es que ello es reversible. La decisión de esta Casa Blanca de limitar la presencia militar en la región es un epifenómeno de una determinación más esencial de aislar a los Estados Unidos de los líos del mundo entero, especialmente los del Medio Oriente. Vale decir, de borrar la idea extendida de ese país como el garante de la paz y la seguridad global, de remover la autoimagen de “nación indispensable” que ha acompañado a los estadounidenses por décadas.
Washington, no obstante, no podrá desentenderse por completo y aun cuando el Presidente Obama no tenga la intención de abandonar enteramente a la zona a su suerte, no podrá controlar las consecuencias de ese repliegue. Aquél célebre principio de la física es aplicable a la política: el espacio cedido es ocupado por otro elemento. Ante la ausencia o presencia disminuida de los Estados Unidos ha surgido a la superficie una pelea histórica entre el chiísmo y el sunismo en las cabezas de Irán y Arabia Saudita. Las tensiones entre sunitas y chiítas son añejas pero habían estado parcialmente contenidas por los tiranos árabes. Ya no. Ryhad y Teherán están en abierta confrontación a través del patrocinio a fuerzas de uno u otro sector en distintas partes del Medio Oriente, notablemente en el Líbano, Siria y Bahrein. La Administración Obama parece creer que esto no afectará a su nación de modo tal que justifique un mayor involucramiento.
No hay certezas de que una participación foránea de algún tipo en estos grandes acontecimientos sea efectiva a estas alturas. A la vez, librados a las suyas, los desarrollos cada vez se ponen peor. He aquí el dilema.