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Por David Harris
Teniendo como antecedente los recientes esfuerzos de algunos círculos académicos por denigrar y aislar a Israel, quisiera de entrada poner mis cartas sobre la mesa. No soy desapasionado cuando se trata de Israel. Todo lo contrario.
La creación del estado en 1948: la culminación de su ansiado rol de hogar y refugio para los judíos de todo el mundo; su apasionada defensa de la democracia y el imperio de la ley; y sus impresionantes resultados a nivel científico, cultural y económico son logros que superan mi más osada imaginación.
Durante siglos, los judíos del mundo oraron por el regreso a Sión. Somos los afortunados testigos de la respuesta a tales plegarias. Agradezco el poder compartir este extraordinario período de la historia y la soberanía judías.
Y si agregamos el elemento clave, a saber, que todo esto no ocurrió en el Medio Oeste sino en el Medio Oriente, donde los vecinos de Israel estuvieron decididos desde el primer día a destruirlo por cualquier medio a su alcance -desde guerras a gran escala hasta guerras de desgaste; desde aislamiento diplomático a deslegitimación internacional; desde boicots económicos primarios a secundarios e incluso terciarios; desde terrorismo a diseminación de antisemitismo, con frecuencia apenas disimulado como antisionismo- la historia de los primeros 65 años de Israel resulta extraordinaria.
Ningún otro país ha enfrentado retos tan constantes hasta a su propio derecho a la existencia, a pesar de que la prolongada conexión bíblica, espiritual y física entre el pueblo judío y la Tierra de Israel es singular en los anales de la historia.
De hecho la conexión es de naturaleza totalmente diferente si la comparamos con la base sobre la cual se fundaron por ejemplo Estados Unidos, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, o la mayoría de los países latinoamericanos, a saber, por europeos sin derecho legítimo a dichas tierras, que diezmaron a  los pobladores indígenas y proclamaron su propia autoridad. O, para el caso, los países nordafricanos que fueron conquistados y ocupados por invasores árabes musulmanes que redefinieron totalmente su carácter nacional.
Ningún otro país ha enfrentado tanta adversidad a su propia existencia, o sufrido el mismo grado de interminable demonización internacional por parte de demasiadas naciones para quienes integridad y moral carecen de significado, y servilmente adhieren a la voluntad de los más numerosos estados árabes, ricos en energía.
Sin embargo, los israelíes nunca han sucumbido a la mentalidad de fortaleza, nunca abandonaron su profundo anhelo de paz con sus vecinos o la voluntad de enfrentar riesgos sin precedentes para lograrla, nunca perdieron su gusto por la vida, y nunca perdieron de vista su decisión de construir un estado vibrante y democrático.
Esta historia de la construcción de una nación carece totalmente de antecedentes.
Hablamos de un pueblo llevado al borde de la destrucción por las políticas genocidas de la Alemania nazi y sus aliados. Un pueblo que fue absolutamente incapaz de influenciar a un mundo en general indiferente a detener, o incluso ralentar, la Solución Final. Y hablamos de un pueblo, de apenas 600.000 almas, viviendo codo a codo con vecinos árabes frecuentemente hostiles, bajo una ocupación británica indolente, sobre un suelo yermo, sin recursos naturales significativos salvo el capital humano en la entonces Palestina del Mandato.
Que la bandera azul y blanca de un Israel independiente haya comenzado a flamear sobre esa tierra, a la que el pueblo judío había estado íntimamente ligado desde la época de Abraham, sólo tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial -y con el apoyo de una mayoría decisiva de los miembros de la ONU de dicha época- sin duda anonada la mente.
Más aún, que esta diminuta comunidad de judíos, entre ellos sobrevivientes del Holocausto que de alguna manera habían logrado llegar a la Palestina del Mandato a pesar del bloqueo británico, se pudiera defender del asedio de cinco ejércitos árabes permanentes que atacaron el primer día de existencia de Israel, es casi inimaginable.
Para comprender la esencia del significado de Israel, basta con preguntarse cómo hubiera cambiado la historia del pueblo judío si hubiera habido un estado judío en 1933, 1938, o incluso en 1941. Si Israel hubiera controlado sus fronteras y el derecho de ingreso en lugar de Gran Bretaña, si Israel hubiera tenido embajadas y consulados en Europa, ¿cuántos más judíos hubieran podido escapar y encontrar refugio allí?
En lugar de eso, los judíos tenían que depender de la buena voluntad de embajadas y consulados de otros países y, lamentablemente con poquisimas excepciones, no encontraban en ellos ni “buena” ni “voluntad” de ayudarlos.
Vi con mis propios ojos lo que las embajadas y consulados israelíes significaban para los judíos atraidos por la fuerza de Sión o el embate del odio. Estaba parado en el patio de la embajada israelí en Moscú y ví a miles de judíos que buscaban una salida rápida de una Unión Soviética afectada por un cambio cataclísmico, temerosos de que el cambio pudiera traer chauvinismo y antisemitismo renovados.
Maravillado, observé cómo Israel nunca dudó, ni por un instante, en transportar a los judíos soviéticos a la patria judía, incluso mientras misiles Scud disparados desde Irak traumatizaban a la nación en 1991. Dice mucho de las condiciones que dejaban atrás el hecho que estos judíos continuaran abordando aviones con destino a Tel Aviv mientras explotaban los misiles en centros poblados israelíes. De hecho, en dos ocasiones durante los ataques con misiles estuve sentado en refugios con familias judías soviéticas recién llegadas a Israel. Ni siquiera una vez se cuestionaron  su decisión de iniciar una nueva vida en el estado judío. Asimismo dice mucho sobre Israel el que en medio de la creciente preocupación por la seguridad, haya seguido recibiendo a estos nuevos inmigrantes sin vacilar.
¿Y cómo olvidar la oleada de orgullo -orgullo judío- que me envolvió totalmente en julio de 1976 al escuchar la sorprendente noticia del valeroso rescate por parte de Israel de 106 rehenes judíos retenidos por terroristas árabes y alemanes en Entebbe, Uganda, a más de 2000 millas de las fronteras de Israel? El mensaje inconfundible: los judíos en peligro nunca más estarán solos, sin esperanza, y dependiendo totalmente de otros para su seguridad.
Y también recuerdo como si fuera ayer, mi primera visita a Israel. Fue en 1970, cuando aún no había cumplido 21.
No sabía qué esperar, pero recuerdo que me sentí muy emocionado desde el momento en que abordé el avión de El-Al hasta mi primera visión de la costa israelí desde la ventanilla del avión. Mientras desembarcaba, me sorprendió el deseo de besar la tierra. En las semanas siguientes, todo lo que ví me maravilló. Para mí, todo edificio de apartamentos, fábrica, escuela, plantación de naranjas, y ómnibus Egged era casi un milagro. Un estado, el estado judío, se estaba desplegando ante mis ojos.
Después de siglos de persecuciones, pogroms, exilio, ghettos, zonas de asentamiento, inquisiciones, libelos de sangre, conversiones forzosas, legislación discriminatoria, y restricciones a la inmigración -y además, después de siglos de plegarias, sueños y anhelos- los judíos habían vuelto a su hogar y eran los artífices de su propio destino.
Me abrumó la diversidad de gente, provenencias, idiomas, y estilos de vida, y la intensidad de la vida misma. Parecía que todos tenían una historia importante que contar. Había sobrevivientes del Holocausto con relatos torturantes de sus años en los campos. Había judíos provenientes de países árabes, cuyas historias de persecución en países como Irak, Libia y Siria eran poco conocidas en esa época. Estaban los primeros judíos llegados de la URSS que buscaban la repatriación a la patria judía. Estaban los sabras -israelíes nativos- muchas de cuyas familias habían vivido en Palestina durante generaciones. Había árabes locales, tanto cristianos como musulmanes. Había drusos, cuyas prácticas religiosas se mantienen secretas ante el mundo exterior. Y la lista continúa.
Me emocionó más allá de las palabras la visión de Jerusalén y el fervor con el que los judíos de distintos orígenes oraban en el Muro de los Lamentos. Viniendo de un país que en ese momento estaba profundamente dividido y desmoralizado, descubrí que mis pares israelíes estaban descaradamente orgullosos de su país, ansiosos por servir en el ejército, y en muchos casos, decididos a ofrecerse como voluntarios para las unidades de combate de elite. Se sentían personalmente involucrados en el proyecto de construcción de un estado judío, más de 1800 años después de que los romanos derrotaron a Bar Kojba, el último intento judío de obtener soberanía en este mismo suelo.
Reconozco que la construcción de una nación es un proceso infinitamente complejo. En el caso de Israel, comenzó contra un trasfondo de tensiones con la  población árabe local que reclamaba el mismo suelo, y trágicamente rechazó la propuesta de la ONU de dividir la tierra en un estado judío y uno árabe; mientras el mundo árabe trataba de aislar, desmoralizar, y en última instancia destruir el estado; mientras la población de Israel se duplicaba en los primeros tres años de existencia del país, generando una tensión inimaginable debido a los recursos sumamente escasos; mientras la nación se veia obligada a dedicar gran parte de su limitado presupuesto nacional a gastos en defensa; mientras el país enfrentaba el desafío de forjar una identidad nacional y consenso social en una población que no podría haber sido más heterogénea desde la perspectiva geográfica, linguística, social y cultural.
Más aún, existe el delicado y mal valorado problema del choque potencial entre las complicadas realidades de la existencia de un estado y, en este caso, los ideales y la fé de un pueblo. Una cosa es que un pueblo practique su religión en calidad de minoría, y otra muy distinta que ejerza la soberanía como población mayoritaria, respetando al mismo tiempo las normas éticas. Inevitablemente surgirá la tensión entre la auto-definición espiritual o moral de un pueblo y las exigencias que emanan de un estado, entre nuestros más elevados conceptos de la naturaleza humana y las realidades cotidianas de los individuos en cargos decisorios, ejerciendo poder y equilibrando diversos intereses opuestos.
Aún así, ¿deberíamos fijar un estándar tan alto como para asegurar que Israel -obligado a funcionar en el mundo moralmente ambiguo y frecuentemente rudo de las relaciones y política internacionales, especialmente como un estado pequeño, y aún en peligro- nunca lo alcance?
Y sin embargo resulta igualmente inaceptable que en el aspecto ético Israel pudiera alguna vez no diferenciarse de otros países, escudándose automáticamente en la conveniente justificación de la realpolitik para explicar su conducta.
Los israelíes, con sólo 65 años de experiencia como estado, están entre los más nuevos practicantes del arte de gobernar. Aún con el notable éxito que ha conseguido, consideremos los desalentadores desafíos políticos, sociales y económicos de Estados Unidos 65, o incluso 165 años después de su independencia, o por qué no, los retos que enfrenta en la actualidad, entre ellos las tenaces inequidades sociales. Y no olvidemos que Estados Unidos, a diferencia de Israel, es un país extenso bendecido con abundantes recursos naturales, océanos a ambos lados y un poco más, un vecino amable al norte, y un vecino más débil al sur.
Al igual que cualquier democracia dinámica, Estados Unidos es una obra en permanente construcción. Lo mismo se aplica a Israel. Sin embargo, el amar tanto a Israel no significa que olvide sus defectos, entre ellos la intromisión excesiva y profana de la religión en la política, la marginalización de las corrientes religiosas judías no ortodoxas, los peligros que plantean los fanáticos políticos y religiosos, y la aún incompleta e innegablemente compleja tarea de integrar a los árabes israelíes a la corriente principal.
Pero tampoco significa permitir que tales aspectos opaquen los notables logros de Israel, alcanzados como he dicho, bajo las circunstancias más difíciles.
En sólo 65 años, Israel ha construido una próspera democracia, sin par en la región, que incluye una Corte Suprema preparada, cuando lo considere adecuado, para desautorizar al primer ministro o a los estamentos militares, un parlamento enérgico que abarca todas las opiniones imaginables del espectro político, una sociedad civil robusta y una prensa vigorosa.
Ha construido una economía cuyo PBI per cápita supera el total combinado de sus cuatro vecinos soberanos contiguos -Egipto, Jordania, Líbano, y Siria.
Ha construido universidades y centros de investigación que han contribuido al progreso de las fronteras mundiales del conocimiento de innumerables maneras, obteniendo muchos Premios Nobel en el interín.
Ha construido uno de los ejércitos más poderosos del mundo -siempre bajo control civil, podría añadir- para garantizar su supervivencia en un vecindario violento. Ha demostrado al mundo cómo un diminuto país, no más grande que Nueva Jersey o Gales puede, simplemente con ingenio, voluntad, coraje, y compromiso, defenderse de aquellos que lo destruirían con ejércitos convencionales o ejércitos de terroristas suicidas. Y lo ha hecho todo preocupándose al mismo tiempo por respetar un código estricto de conducta militar que pocos igualan en el mundo democrático, y mucho menos en otros sitios- enfrentando a un enemigo dispuesto a enviar niños a la primera línea de combate y a buscar refugio en mezquitas, escuelas, y hospitales.
Ha construido una calidad de vida de las más elevadas entre las naciones más prósperas del mundo, con una expectativa de vida particularmente alta, de hecho más que la de EE.UU.
Ha construido una cultura floreciente, con músicos, escritores, y artistas admirados mucho más allá de las fronteras de Israel. Al hacerlo, amorosamente ha tomado un idioma antiguo, el hebreo, el idioma de los profetas, y lo ha modernizado incorporando el vocabulario del mundo contemporáneo.
Ha construido un clima de respeto por otros grupos religiosos, entre ellos los Bahai, cristianos y musulmanes, y sus templos respectivos.¿Acaso alguna otra nación de la zona puede decir lo mismo?
Ha construido un sector agrícola que ha tenido mucho para enseñar a países en desarrollo sobre cómo transformar un suelo árido en campos de frutas, verduras, algodón y flores.
Alejémonos un instante de las fluctuaciones de la sobrecarga de información diaria que proviene de Medio Oriente y consideremos los sucesos de los últimos 65 años. Miremos los años-luz transcurridos desde la oscuridad del Holocausto, y maravillémosnos ante el milagro de un pueblo diezmado regresando a una diminuta franja de tierra -la tierra de nuestros antepasados, la tierra de Sión y Jerusalén- y construyendo con exito un estado moderno y vibrante sobre los antiguos cimientos, contra todas las predicciones.
En el análisis final entonces, la historia de Israel es la fantástica concreción de un vínculo de 3500 años entre una tierra, una religión, un idioma, un pueblo, y una visión. Es una historia sin par de tenacidad y decisión, coraje y renovación. Y en última instancia es una metáfora del triunfo de la esperanza inagotable sobre la tentación de la desesperación.
Fuente: The Huffington Post y The Jerusalem Post

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