Entrevista realizada el 8 de febrero de 2012. Sobreviviente de Auschwitz quien decidió, por primera vez, dar su testimonio de vida a sus 94 años. Es digno de respeto y admiración el valor de un sobreviviente del Holocausto quien decide recordar el horror para entregarnos hoy su experiencia de vida en un mundo donde los genocidios siguen ocurriendo y donde cada vez menos contamos con esa generación que experimentó en carne y hueso la Shoá. Este legado de recuerdos personales, además de ser inédito para la Comunidad Judía venezolana es una enseñanza de la valentía de un ser humano a quien a muy temprana edad se le quiso quitar exactamente eso: su dignidad y vida humana.
Este es un pequeño homenaje a Edith; a su nobleza de alma; a su tremendo coraje; es, además una deferencia para todas y cada una de las personas quienes, junto con ella, integran esta última generación de sobrevivientes del Holocausto; la Shoá.
Pese a su avanzada edad, Edith sigue absolutamente lúcida y es dueña de una memoria privilegiada. Nunca había contado nada acerca de este triste episodio que marcaría para siempre su vida, sin embargo, recientemente, la llegada al país de uno de sus nietos, Alejandro, quien vino a visitarla junto a su bisnieto Noam termina por desatar sus labios, iniciando una conversación sobre un tema que -hasta ese momento- había evitado siempre. La familia, por respeto tampoco le hacía demasiadas preguntas, más que todo por no despertar en ella dolorosos recuerdos, enterrados muy al fondo del bagaje de memorias terribles que su alma, pese a las largas décadas pasadas, aún conserva. No olvidar es el lema.
Hasta la visita de Alejandro y del pequeño Noam todo lo que se sabía de ella, de esa aciaga etapa de su vida, era a través de las historias contadas por sus amigas con quienes convivió en el laguer y con quienes se reencontró varias veces, en sus viajes a la Tierra Santa, Israel; ellas contaron lo desprendida y solidaria que era; lo abnegada, lo buena persona. Edith -según referían ellas- guardaba celosamente sus magras raciones de pan para luego repartirlas entre aquéllas de sus amigas que más débiles y necesitadas estaban… Por esas mismas amigas sabemos hoy, que ayunó en el otoño del año 1944, en ese único Yom Kippur que pasó en el Campo.
Este es su testimonio viviente:
– Me llamo Edith; Edith Hirsch de Fischman. Nací en Rumania, hace 94 años. Son demasiados años, la verdad. Los acabo de cumplir recién, el pasado domingo, 22 de enero.
– Tenía 26 años apenas cuando, en la primavera de 1944, en compañía de mis padres y cinco de mis hermanos llegamos al campo de concentración de Auschwitz; de ahí, pocos meses después, nos trasladarían a Oberhohenwald, una fábrica de municiones en los Sudetes (Alemania). Junto a otras muchachas, que se convirtieron en queridas amigas, mías ocupé, hasta la Liberación, en 1945, la barraca número 28-C. Mi trabajo consistía en lavar cada día, desde la mañana hasta la noche, pequeños cristales, parecidos a bombillitos que eran utilizados posteriormente en la producción de armas.
En su cuello, guindando de un collar de goma, colgaban -según cuenta- cinco dígitos que la identificaban: El número 61.714 que, hasta hoy día, a pesar de los años transcurridos y las vivencias acumuladas conserva aún, con toda nitidez, en su memoria.
– Pesaba 39 kilos cuando nos liberaron las tropas soviéticas. Toda mi familia, mis padres y mis hermanos -exceptuando al menor de ellos, Oscar (que huyó del campo y llegó hasta Siberia, donde fundó una familia), se quedaron ahí. En Auschwitz.
Ahí, junto a sus terribles vivencias, el olor de los crematorios y el recuerdo del APPEL matutino (la formación), queda también el recuerdo del Dr. Josef Mengele, a quien vio en varias oportunidades comandando la selección: Derecha. Izquierda. La Vida y la Muerte, tan íntimamente ligadas entre sí. El destino de una persona que se reducía al simple gesto de un hombre uniformado –irónicamente, según cuenta, muy buenmozo- que te miraba de la cabeza a los pies y, acto seguido alzaba el brazo y, mecánicamente, señalaba…
– ¿Cómo pudieron odiarnos tanto como para hacernos eso simplemente por ser judíos?, se pregunta azorada.
– ¿Repetirse algo así?, se pregunta. No. No creo que una barbaridad como ésta pueda repetirse, susurra como para sí misma, en voz bajita. Y, desde el fondo de sus pupilas azules, en tono optimista agrega: No, hoy día, no. ¡El mundo no lo permitiría!
¡Lejaím, Edith! (¡Por la Vida, Edith!)
¡Ád meá veesrím! (¡Hasta los 120 años!)
Por Abel Flores
Fuente: CAIV