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Todo ser humano alberga en su interior el deseo de vivir una vida plena en libertad. Este anhelo se manifestó a través de la historia en diferentes sociedades. Con el lema “libertad, igualdad y fraternidad” nació la gran revolución moderna, la revolución francesa, y más tarde la bolchevique, ambas con una amplia repercusión en el mundo. La francesa sembró la semilla de una sociedad más justa y humana, mientras que la bolchevique, con la promesa de establecer el paraí­so en la tierra, la propiedad común, sin religión, crear el “hombre nuevo”,  fracasó rotundamente.
Con el advenimiento de la revolución de la modernidad ilustrada y el surgimiento de la democracia liberal, se eliminaron las barreras sociales, tomaron cuerpo los derechos humanos en leyes e instituciones, y la cultura, la ciencia y la tecnología abrieron la puerta de acceso a un desarrollo con inmensas posibilidades de humanización, aunque aún hay muchos países cautivos entre las garras de regímenes dictatoriales, totalitarios, enemigos de la democracia o escudados en una democracia amañada, en los que imperan el desprecio a la vida ajena y el dominio y sometimiento de los más débiles que, con la finalidad de eternizarse en el poder, crean un mundo de fantasía sustentado en la mentira, y acarrean y fomentan males atroces para la sociedad, como pobreza, desigualdad, polarización, resentimiento social, división, racismo, exclusión, odio, inseguridad, degradación, discriminación, humillación, dependencia, corrupción, caos, desempleo, escasez, injusticia y terror. Estos medios de dominación y deshumanización son emplea­dos por los totalitarios de cualquier bando, color, ideología o creencia.
Se puede comprobar históricamente que la mayoría de las revoluciones devienen en regímenes absolutistas, totalitarios, cruelmente represivos, sembradores del mal que, para encubrir sus perversos actos, impulsan constantemente el conflicto, la amenaza, la tergiversación, y para “domesticar” al pueblo, ponen en práctica, mediante una propaganda machacona, el sistema para acostumbrar a la gente a vivir en la mentira. No se pide propiamente creer en ella, pero se busca que el ciudadano corriente acepte la falacia y termine tolerándola como parte imborrable del paisaje de su diario vivir.
De esta manera, uno puede encajar en la abrupta realidad, convivir con los gobernantes, sus validos y esbirros, vivir la mentira, sin considerarse un mentiroso. Es la absorbente supremacía de la ideología como mentira institucionalizada, para lo cual necesita destruir la memoria histórica y crear otra destinada a reconcebir el pasado cual fase necesaria del triunfo de la revolución.
Con la manipulación de la información y la aniquilación de la memoria histórica llegamos al antihistoricismo, que supone la afirmación según la cual la historia no tendría un solo sentido. Establece que ningún proceso histórico es irreversible, y que todo es, en apariencia, un recomienzo permanente. Supone, a fortiori, la afirmación de la historia como variación hipotética y como objeto manipulable.
Retomando el hilo del método para la “convivencia” empleado por los regímenes dictatoriales, totalitarios, cabe destacar que la estabilidad del sistema reside en la aceptación resignada de su dominio por los ciudadanos, llevados al convencimiento de que es imposible vencer a aquella formidable máquina de poder. Lo procedente es, por lo tanto, habituarse a vivir en la mentira, obviando que la realidad es continuamente negada, agredida y trasgredida, aunque, como se puede constatar, al mismo tiempo, ella, la realidad, también arremete, agrede y termina por imponerse. Entonces, tales regímenes, históricamente fracasados, comienzan a implantar, tímidamente al principio, algunas reformas contradictorias con su posición ideol­­ógica que terminan destruyendo el sistema en lo socioeconómico y en lo político, para dar paso a una posición pragmática en la que el régimen ya es capaz de comprender el sentido de la libertad como imperativo radical, y la existencia de una realidad insostenible que hay que sustituir por ser una barrera contra el progreso y desarrollo de las sociedades y de los ciudadanos que las integran. El régimen inhumano ha colapsado.
En este marco, se debe respetar la propiedad privada, no propugnar la lucha de clases, aceptar que la familia es la célula fundamental de la sociedad y debe fortalecerse, el Estado no debe suplantar al individuo, las libertades de expresión y económica no deben estar sometidas a otras restricciones distintas a las reclamadas por el interés público o las buenas costumbres. Los valores morales y los principios éticos de la democracia han triunfado.
Así se consuma la evolución de las revoluciones.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita

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