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Por Beatriz W. De Rittigstein
Hace poco se cumplieron 22 años del ataque terrorista que destruyó la sede de la embajada de Israel en Buenos Aires. Ello ocurrió a las 2:45 pm del 17 de marzo de 1992 y causó 29 muertos.
Ese fue el primer gran embate terrorista ejecutado en Argentina por Hezbollah, subordinado al régimen iraní. La falta de voluntad política para investigar y esclarecer el caso constituyó un terreno abonado para que, dos años más tarde, el mismo grupo dedicado al terror perpetrara un segundo ataque, en esa ocasión contra la AMIA.
Tal indolencia da pie para criticar al sistema judicial argentino y cuestionar severamente a los servicios policiales y de inteligencia, los cuales no sólo no pudieron evitar la arremetida, sino que tampoco dieron respuesta a las graves faltas y contradicciones que constan en el expediente. Por ejemplo, no se supo por qué los policías del servicio de custodia externa no estaban en su lugar en el momento de la detonación.
En 1999, tras superar una serie de incoherencias, la Corte Suprema de Argentina solicitó a Interpol la captura de Imad Mughniyá, quien fuera un alto agente del grupo terrorista libanés, debido a su responsabilidad por el ataque contra la embajada de Israel.
La pista acusa con certidumbre a células del Hezbollah más la cooperación de la embajada de Irán y la complicidad de una conexión local, la cual tuvo tiempo para escurrirse, confundir y hasta atajar la marcha de la indagación.
Por desidia se dejó pasar más de dos décadas; ni la Corte Suprema de Justicia ni los servicios policiales han cumplido con su deber, relegando este crimen a la impunidad.
De esta tragedia sacamos dos conclusiones: el terrorismo es un mal que siempre está al acecho y la justicia a destiempo no es justicia.

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