Por Rebeca Perli
Se están cumpliendo 20 años del salvaje genocidio que tuvo lugar en Ruanda en abril de 1994 en el que perecieron 800.000 personas.
El conflicto involucró a los tutsis y los hutus, dos etnias que, desde tiempo atrás, venían arrastrando rivalidades. En un principio la etnia dominante fue la de los tutsis quienes, igual que los hutus, en 1934 recibieron de sus colonizadores belgas un carnet étnico en el que constaban sus "rasgos raciales" en base a las más execrables técnicas, comparables a las del III Reich, las cuales incluían medición del cráneo y facciones faciales. Tras la independencia de Ruanda en 1962 los hutus se impusieron a los tutsis y comenzaron una virulenta campaña de odio respaldada por adoctrinamiento en las escuelas y la emisión de un decálogo que restringía las actividades de todos los que portaran el carnet tutsi. Sin embargo, no se puede obviar la trágica matanza de 350.000 hutus a manos de los tutsis en Burundi, en 1972, lo que exacerbó aún más el odio.
El 6 de abril de 1994 fue derribado el avión presidencial de lo cual los hutus culparon a los tutsis dando comienzo a la épica masacre: los hutus congregaban a sus víctimas en iglesias y escuelas so pretexto de protegerlos y, una vez repletos los recintos, se procedía a su exterminio.
El genocidio terminó en julio de 1994 cuando el Frente Patriótico Ruandés, fundado durante el exilio de los tutsis en Uganda, sometió a los gobernantes hutus, quienes huyeron del país junto con dos millones de sus seguidores.
Hoy en día la lucha en Ruanda no es por la supremacía sino por la reconciliación. Una sobreviviente ha dicho que se puede reconstruir el país y limpiar las calles, pero no es fácil limpiar las cicatrices que dejaron las heridas.