Por Julián Schvindlerman
Una foto de la época capturó vívidamente el momento en que el Führer ingresó al Sudeteland checoeslovaco luego del Pacto de Múnich de septiembre de 1938 que Alemania celebró con Italia, Francia y el Reino Unido. Muestra a tres mujeres de mediana edad haciendo el saludo nazi en la vía pública en honor a Hitler. Una de ellas sonríe con entusiasmo, otra está seria y la tercera intenta secar sus lágrimas con un pañuelo mientras llora desconsoladamente. Esta última estuvo entre quienes advirtieron la calamidad acordada en Múnich, aún en medio del optimismo colectivo europeo. El setenta y cinco aniversario de este monumento histórico al apaciguamiento ofrece una oportunidad óptima para recordar -y meditar sobre- los hechos que rodearon su firma.
El estado checoslovaco moderno surgió en 1918 sobre las ruinas del Imperio Austro-Húngaro. Su población de casi quince millones de personas constaba principalmente de dos nacionalidades eslavas, los checos y los eslovacos, además de otras minorías como los judíos, los húngaros, los ucranianos, los polacos y los alemanes. Estos últimos representaban el 23 por ciento de la población y se concentraban en la zona del Sudeteland. La mayoría de los alemanes-sudetes se identificaban con países vecinos y estaban en contra de su inclusión en el nuevo estado.
A pesar de ser vista como una minoría irredentista, se otorgó a los sudetes todos los derechos civiles propios de una democracia. No estaban a la par con los checos en términos de oportunidades de empleo en la administración pública o en las fuerzas armadas, pero en general eran una minoría libre y tolerada a pesar de su fuerte identificación con estados adversarios.
Liderazgos xenófobos en los países vecinos tuvieron un impacto en la minoría sudete. El partido nazi estaba prohibido en Checoslovaquia pero su sustituto, el Partido Alemán de los Sudetes, gozaba de un apoyo popular significativo. Por medio del recurso a la violencia y la intimidación, el partido pronto se convirtió en el único portavoz de los alemanes sudetes. Al tiempo estableció una organización paramilitar llamada Heimatbund, que más tarde se convirtió en el Cuerpo Libre de los Sudetes Alemanes, un movimiento violento compuesto por 34.000 refugiados sudetes asentados en Alemania.
Después de que Hitler llegó al poder, Alemania canalizó fondos al Partido Alemán de los Sudetes y le dio respaldo político. El Reich entendió rápidamente que manipulando la difícil situación de los sudetes -convirtiéndola en una cuestión de autodeterminación- mejoraría sus posibilidades de anexar Checoslovaquia. No importó qué los pueblos germanos ya se habían autodeterminado nacionalmente en Austria y Alemania; la táctica funcionó. En ese momento, el presidente de Checoslovaquia Eduard Benes advirtió al mundo: "No creo que ésta sea una cuestión de autodeterminación. Desde el principio, ha sido una batalla por la existencia del Estado", pero casi nadie le prestó atención.
Mientras el líder del partido, Konrad Henlein, recorría Europa exigiendo que se concediese la independencia a su pueblo, Berlín contribuyó a la ofensiva diplomática con fuertes quejas sobre la presunta discriminación e intolerancia checoslovaca y la necesidad de proteger a la minoría sudete del abuso estatal. Las naciones europeas ejercieron presión sobre Praga para que aceptase las demandas nacionalistas de los sudetes, lo cual dio origen a una propuesta de autonomía limitada llamada el programa de Karlsbad. El Reich instruyó a Henlein a que elevara sus demandas siempre y cuando Praga aceptara este programa. Hitler necesitaba que las negociaciones colapsaran de modo de tener una excusa para lanzar un ataque militar y apoderarse del pequeño país vecino. En tanto que Alemania se preparaba para la guerra, acusaba ostentosamente a los checos de ser en obstáculo para la paz en Europa.
Cuando bajo la presión internacional Checoslovaquia aceptó el programa de Karlsbad, a mediados de 1938, una revuelta “estalló” en el Sudeteland. Miembros del Partido Alemán de los Sudetes se amotinaron, atacaron y dispararon contra los policías y civiles checos. El caos resultante provocó la atención internacional y en septiembre un acuerdo fue alcanzado en Múnich entre el canciller alemán Adolf Hitler, el dictador italiano Benito Mussolini, el presidente francés Edouard Daladier y el primer ministro británico Neville Chamberlain: el Sudeteland sería trasladado a Alemania. Los delegados checos, a quienes se les había prohibido participar de la reunión a pesar de que el futuro de su nación estaba siendo debatido, rompieron en llanto al conocer la noticia mientras esperaban en los pasillos. "A partir de ahora, no tengo ninguna demanda territorial adicional en Europa" aseguró Adolf Hitler. Neville Chamberlain describió las negociaciones con el Reich como francas y amenas y profetizó: "Esta será la paz en nuestro tiempo". Al ver a la multitud que le esperaba en el aeropuerto de Orly, Edouard Daladier temió ser abucheado por haber pactado con la Alemania nazi, pero al descender del avión fue recibido con rosas. Europa estaba exultante: creyó haber evitado la guerra.
Ni bien esas zonas se convirtieron en territorio alemán, sin embargo, Hitler suprimió los idiomas checo y eslovaco, confiscó propiedades y expulsó a cientos de miles de checos no-alemanes que vivían allí. Más tarde, Alemania empezó a manifestarse a favor de los "derechos" de los restantes alemanes en toda Checoslovaquia y para marzo de 1939 los nazis habían ganado el control de todo del país. La comunidad internacional no acudió a la ayuda de la democrática Checoslovaquia. El 16 de marzo Praga cayó y el estado checo dejó de existir. Seis meses después Alemania invadió Polonia, dando inicio a la Segunda Guerra Mundial.