Por Beatriz W. De Rittigstein
Entre los fenómenos políticos, el nazifascismo y el comunismo son dos caras de una moneda; podemos representarlas como la serpiente mordiéndose la cola.
En cuanto a masacres, crueldad, control de la población y nula libertad, ambas ideologías están a la par. Tantos crímenes y violaciones a los derechos humanos cometió Hitler como Stalin, por citar a dos perversos emblemáticos.
En el comunismo, el individuo deja de ser un fin en sí mismo; en teoría, lo importante es el colectivo, aunque en la práctica sea un Estado dictatorial que actúa en todos los órdenes, conformado por una elite que disfruta de privilegios y bienestar.
Los regímenes comunistas desarrollaron diferentes modos de represión sistemática con los cuales esclavizaron a sus poblaciones. Entre los casos más conocidos está la URSS con fusilamientos, purgas, asesinatos de obreros y campesinos rebeldes; deportaciones y confinamientos en el Gulag. En China, se calculan en 65 millones los muertos, especialmente durante las dos oleadas de castigo masivo, la Revolución Cultural y el Gran Paso Adelante.
En Cuba, Fidel Castro impuso el comunismo a punta de terror. Además, trató de exportar su revolución al resto de nuestra región continental y son conocidas sus incursiones en África.
Los genocidios perpetrados por el comunismo ocurrieron en todos los lugares donde intentó su ascenso. Hoy prosiguen en Cuba y Corea del Norte.
No obstante, el comunismo y su eufemismo: el socialismo, han tenido la sagacidad de promocionarse como una ideología humanista, que busca la igualdad entre las personas. De esta forma, en muchos casos, han logrado confundir a la gente con lo que en realidad es justicia social, que es usual encontrar en el sistema democrático.