Por Beatriz W. De Rittigstein
De los sistemas políticos que las sociedades han experimentado a través de la historia, sin duda, la democracia, independientemente de la variedad de tendencias partidistas, es el que mejores resultados ofrece: en un ambiente de libertades, mayor calidad de vida para los ciudadanos. Los beneficios se manifiestan en asuntos concretos como educación, salud, seguridad y todo ello se traduce en progreso.
El centro de la democracia es el ser humano por igual; debido a ello tiene como finalidad salvaguardar sus derechos inherentes: la vida, la libertad y, por ende, su bienestar. En lo material, avala el pleno avance personal, la propiedad privada, la iniciativa y la empresa. La sociedad se organiza de modo que permita el desarrollo de estos derechos. El límite para la expansión de las actividades personales es el que señalan los derechos de los demás, establecidos en el orden jurídico, estructurado en un andamiaje legal que asegura la coexistencia armoniosa. El Estado vigila y garantiza la buena articulación de estas relaciones.
Ciertamente, el destino de los países democráticos está en las manos de sus ciudadanos mediante el sufragio para elegir a las autoridades en todos los niveles. Sin embargo, de forma trascendental, depende de la contraloría que puedan efectuar sobre la calidad de las instituciones y el cumplimiento de sus funciones. Para ello, una democracia auténtica se califica por la dimensión de la autonomía y equilibrio de los poderes. Entre más se respete este sagrado compromiso, más amplia será la eficacia del sistema democrático; son varios los ejemplos cercanos, como Chile y Perú. Además, cuanto más sólido sea el ejercicio de esta esencia, mayor será la prosperidad de un país y de su gente.