Por Marcos Peckel
Durban turística ciudad en Suráfrica, uno de los puertos más importantes del continente negro, su nombre quedo inexorablemente asociado al mayor festival antisemita que se haya dado en el mundo desde que se apagaron los hornos en 1945.
Allí en Septiembre de 2001, el nuevo antisemitismo tuvo su bautismo de fuego, durante la “Conferencia de Naciones Unidas contra el racismo, La xenofobia y la Intolerancia”. Apenas comenzaba el evento cuando muchos delegados ya se olvidaban a que habían ido y concentraron su artillería en atacar de manera virulenta, con mentiras, tergiversaciones y saña a Israel, que si bien no es perfecto, tiene un record de respeto a los derechos humanos y de tolerancia muy superior a muchos de los países presentes en aquella aciaga conferencia.
Sobre racismo, xenofobia, persecución a minorías, homosexuales, mujeres y discapacitados en “dechados de libertad” como Arabia Saudita, Irán, Cuba, Sudán, China, Qatar y otros muchos no se habló.
Así mismo, la sesión paralela de ONGs se convirtió en un linchamiento a Israel y al pueblo judío, al punto que delegados de ONGs judías tuvieron que abandonar la conferencia por temor a su integridad personal.
El antisemitismo ha demostrado ser una criatura con una envidiable habilidad de mutación, de reinventarse, sin perder de vista su objetivo supremo: odio a los judíos. Desde el concilio de Nicea circa 300 DC cuando la iglesia católica comenzó su larga persecución al pueblo judío, el antisemitismo ha adoptado varias formas; persecución religiosa, étnica, económica y acusaciones de conspiración plasmadas en la “Biblia” de los antisemitas, viejos y nuevos, “Los Protocolos de los sabios de Sion”. Con el nacimiento de Israel en 1948 el antisemitismo muta a anti sionismo y anti-Israel.
El sionismo, movimiento nacional del pueblo judío, logró la creación del Estado de Israel. Más del 90% de la población judía del mundo se considera sionista. El anti-sionismo es un conveniente disfraz para aquellos antisemitas que desean ser políticamente correctos.
Hay que hacer una clara diferenciación entre los que son críticas legítimas al Estado de Israel y a su gobierno de lo que son manifestaciones abiertamente antisemitas. A Israel se le puede criticar su política de asentamientos, los bloqueos en los territorios, el muro de separación, dificultar la vida de los palestinos, hacer en ocasiones uso desproporcionado de la fuerza, discriminación a su minoría árabe, maltrato a los emigrantes africanos, etc.
La Unión Europea en el año 2005 estableció la que se conoce como “Definición de Trabajo” del antisemitismo, la cual incluye además del tradicional odio y persecución a judíos, la negación del Holocausto, las acusaciones de “conspiraciones judías universales” o “maquinaciones del poderoso lobby judío”, acusaciones a “Los Judíos” por hechos cometidos por individuos y acusar a los judíos o al Estado de Israel de exagerar el Holocausto. También se considera antisemitismo acusar a los judíos de “doble lealtad”.
La “Definición de Trabajo” determina además como antisemitismo, negar el derecho del pueblo judío a su autodeterminación y a su Estado, acusar a Israel de prácticas iguales a las de los Nazis, acusar a los judíos de la diáspora de responsabilidad por actos cometidos por el Estado de Israel y aplicar doble moral exigiéndole a Israel un comportamiento diferente al que se le exige a otros estados democráticos.
Con el reciente conflicto entre Israel y Hamás, que ha generado innumerables ataques físicos, verbales y escritos a las comunidades judías, quedan en evidencia los vasos comunicantes entre el viejo antisemitismo y el nuevo.
Fuente: El País, Colombia