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Por Max Sihman
Desde los comienzos de la era judaica, se cuestionaba insistentemente el por qué ya no se percibían los milagros y el estado de perfeccionamiento del hombre, teniendo que vivir bajo amenazas constantes de enemigos; en el caso particular de los descendientes de Yaacov, la esclavitud en Egipto bajo el yugo del faraón. La respuesta que dan los eruditos es por el pecado original, la desobediencia a Dios.
En ese sentido, surge un líder llamado Moisés, que se da a la tarea de sacar a más de tres millones entre judíos y egipcios esclavos del entonces faraón Ramsés. Convencer a tantos hombres, mujeres y ancianos de tomar el difícil camino del desierto no fue tarea fácil. Liberarlos de una esclavitud donde, mal que bien, comían y tenían techo, para llevarlos a un viaje incierto, requirió manejar esa situación con otro efecto distinto al solo hecho de liberarlos. Ese otro elemento lo operó Moisés con la palabra de Dios.
Moisés no era un orador, es más, era tartamudo de nacimiento, de allí surge la necesidad de un retorno a la espiritualidad, a lo místico, para así animar a tanta gente a emprender esa travesía.
El shofar es un cuerno de carnero o gacela que se limpia interiormente y de él se pueden soplar notas agudas muy penetrantes. Se conserva esa tradición desde hace 2500 años, con la misma tonalidad desde entonces. Para comenzar el éxodo se suena el shofar, y con ello se logra un despertar a la conciencia, un ruego a Dios para pedir protección y un clamor de confianza en el líder. Los tres sonidos son: la tekiá, que es una tonalidad larga y aguda; aquí se trata de que el hombre despierte de su aletargada condición y acuda al llamado de Dios. El segundo sonido es el shevarim, tres tonos seguidos con una pequeña interrupción entre ellos, con el que se ruega a Dios que nos escuche y permita abrir las puertas del cielo. El tercer sonido es la teruá, que consiste en nueve tonos seguidos y rápidos, casi sin interrupción entre ellos; es una especie de sttacato, allegro ma non troppo, diciendo: “Hemos escuchado y te pedimos, señor, que nos guíes”.
Curiosamente, el sonido del shofar le llegó a los israelitas y comenzaron el peregrinaje a través del desierto. Durante el camino y frente al monte Sinaí, Moisés les dijo que subiría a pactar con Dios las leyes a adoptarse, pues no hay libertad sin leyes. Como tardó mucho en bajar, los israelitas perdieron de nuevo la confianza y querían regresar a Egipto. Peor aún, fabricaron un becerro con el oro que fundieron y empezaron a rendirle culto.
Al bajar Moisés de la montaña se tocó el shofar para reconducirlos al camino inicial. Surtió efecto: se destruyó el becerro, y los israelitas recibieron por segunda vez las tablas de la ley.
El shofar se vuelve a tocar al divisarse la Tierra Prometida desde una colina al margen del Jordán, y se continuó tocando antes de emprender las guerras contra los pobladores de Judea y Samaria. La Torá cuenta que el poder del shofar actuó en el derrumbe de las murallas de Jericó, sitiado por Josué.
La mística, es decir, lo inexplicable dentro de la esfera de los resultados naturales, es precisamente saber cómo influyó en la determinación de aquellos hombres, para vencer todos los obstáculos, el efecto sonoro del shofar.
Hago esta reflexión al comenzar el año 2014 al ver que es necesario “despertar” para volver al retorno de la teshuvá; y que en ocasión del próximo Rosh Hashaná, fecha que se celebra con el sonido del shofar, estemos libres en nuestra condición de hijos del pueblo de Yehudá.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita

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