Por Hisham Melhem
Con su decisión de emplear la fuerza contra los extremistas del Estado Islámico, el presidente Obama ha hecho más que entrar a sabiendas en un atolladero. Está haciendo más que jugar con el destino de dos países medio destruidos, Irak y Siria, cuyas sociedades habían sido demolidas mucho antes de que los estadounidenses aparecieran en el horizonte. Obama está dando un nuevo paso, con comprensible renuencia, para involucrarse en el caos de una civilización entera que se ha derrumbado.
La civilización árabe, tal como la conocimos, ha desaparecido. El actual mundo árabe es hoy más violento, inestable, fragmentado y controlado por el extremismo —el de sus gobernantes y el de quienes están en la oposición— que en ninguna época desde el colapso del Imperio Otomano hace un siglo. Todas las esperanzas de la historia árabe moderna han sido traicionadas. La promesa del empoderamiento político, del retorno de la política, de la restauración de la dignidad humana anunciada por los levantamientos árabes en sus primeros días, todo ello ha dado lugar a guerras civiles, divisiones étnicas, sectarias y regionales, y la reafirmación del absolutismo, tanto en su forma militar como atávica. Con las dudosas excepciones de las anticuadas monarquías y emiratos del Golfo —que por el momento se sostienen ante la oleada de caos— y quizá Túnez, no queda ninguna legitimidad reconocible en el mundo árabe. ¿Es acaso sorpresivo que, como las alimañas que se apoderan de una ciudad en ruinas, los herederos de esta civilización autodestruida sean los rufianes nihilistas del Estado Islámico? ¿O que no haya nadie más que pueda limpiar el enorme desastre que nosotros los árabes hemos hecho de nuestro mundo, sino los estadounidenses y los demás países occidentales?
Ningún paradigma o teoría puede explicar qué salió mal en el mundo árabe durante el último siglo. No hay una clara lista de razones para los colosales fracasos de todas las ideologías y movimientos políticos que barrieron la región: el nacionalismo árabe en sus versiones nasserista y baathista; varios movimientos islamistas; el socialismo árabe; el Estado rentista con sus monopolios rapaces, que dejaron como estela una serie de sociedades en quiebra. Ninguna teoría puede explicar la marginación de Egipto, que alguna vez fue el centro de gravedad político y cultural, y su breve y tumultuoso experimento con el cambio político pacífico antes de que revirtiera al gobierno militar. Tampoco es adecuada la noción de “antiguos odios sectarios” para explicar la aterradora realidad de que a lo largo de un frente que va desde Basora en el Golfo Pérsico hasta Beirut en el Mediterráneo hay un casi continuo derramamiento de sangre entre sunitas y chiítas, manifestación abierta de una épica batalla geopolítica por el poder y el control entre Irán, la potencia chiíta, y Arabia Saudita, potencia sunita, junto a sus satélites.
No existe ninguna explicación comprehensiva para el tapiz de horrores de Siria e Irak, donde han perecido más de un cuarto de millón de personas en los últimos cinco años, y donde renombradas ciudades como Alepo, Homs y Mosul han sido visitadas por el moderno terror de las armas químicas de Assad y la brutal violencia del Estado Islámico. ¿Cómo pudo Siria hacerse trizas y convertirse, como España en la década de 1930, en una arena en la que árabes y musulmanes vuelven a pelear sus viejas guerras civiles? La guerra llevada a cabo por el régimen sirio contra la población de las áreas controladas por la oposición ha combinado el uso de misiles Scud y minas antipersonas con tácticas medievales, como el asedio y el hambre. Por primera vez desde la Primera Guerra Mundial, están muriendo sirios de desnutrición y hambruna.
La historia de Irak durante las últimas décadas es la crónica de una muerte anunciada. Esta lenta muerte empezó con la decisión de Saddam Hussein de invadir Irán en septiembre de 1980. Los iraquíes han vivido en un purgatorio desde entonces, con cada guerra dando lugar a otra. En medio de este caos, la invasión de Estados Unidos en 2003 fue apenas un catalizador que permitió que la anarquía se reanudara con mayor fuerza.
Las polarizaciones en Siria e Irak -políticas, sectarias y étnicas- son tan profundas que resulta difícil imaginar que esos países, alguna vez importantes, puedan restaurarse como Estados unitarios. En Libia, el reino de terror de 42 años de Muamar el-Gadafi dejó el país políticamente desolado y fracturó su ya tenue unidad; las facciones armadas que lo heredaron han desatado el proceso de fragmentación -nuevamente, como podría esperarse- a lo largo de fisuras tribales y regionales. Yemen posee todos los ingredientes de un Estado fallido: divisiones políticas, sectarias, tribales y entre norte y sur, con el trasfondo del deterioro económico y una capa freática agotada que podría convertirlo en el primer país del mundo que se quede sin agua.
Por Hisham Melhem, jefe de corresponsalía del canal al-Arabiya en Washington, y corresponsal del diario libanés An-Nahar.
Fuente: Politico.com
Traducción: Nuevo Mundo Israelita