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Por Jacobo Israel Garzón
Permítanme hablarles de mis sentimientos, la decepción y la tristeza que me embargan. Durante muchos años he visto como cada vez que estallaba un conflicto entre Israel y los palestinos se elevaba en España un clamor mediático y en no poca medida universitario contra Israel y, creía yo que por extensión simplista, contra los judíos.
Pero me he convencido de que el simple era yo. El clamor no se elevaba entre ese grupo presuntamente intelectual por simpatía con los musulmanes ni con los árabes. No hay simpatía particular hacia ellos. De otro modo habríamos visto a la prensa y a los medios universitarios clamar contra ambos bandos en Siria, que han asesinado según las estimaciones de las agencias de las Naciones Unidas entre 150.000 y 200.000 civiles, cifras que multiplican por mucho los muertos civiles de Gaza en la guerra contra Hamás.
No, no hay simpatía hacia los otros. Lo que hay es algo más sencillo: odio al judío. Unos dicen que los judíos tienen mucho dinero y mucho poder, pero en nuestro país, que es nuestro más directo entorno y desde donde podemos analizar la vida que fluye, no hay ningún banquero judío, ningún político judío de primera o segunda fila, ningún militar judío de alta graduación, ningún judío que tenga más poder que el de su saber hacer. No, necesariamente el poder judío no debe ser la causa.
Creía yo, con buena fe, que ese antisemitismo estaba en el inconsciente español contra el judío por motivos históricos de origen religioso. Pero en el inconsciente puede haber sentimientos de desconfianza, de desprecio o de cierta antipatía, porque  el odio no está nunca en el inconsciente. El odio está en el consciente.
Hace ya algunos años, casi diez, tuve una experiencia personal de ese odio, pero no lo consideré odio, sino antisemitismo causado por la ignorancia y la propaganda. Ocurrió en la Universidad Complutense de Madrid. Se iba a celebrar un coloquio sobre racismo y antisemitismo en la actualidad en el edificio de Sociología y Ciencias Políticas. Y nos recibieron con gritos de “¡Fuera Israel!” y unas octavillas contra el coloquio en que particularmente se me citaba a mí como “usurero”. Los que me conocen saben que eso es tan falso como que sea alto y rubio. Ellos no me conocían de nada. Eso sí, sabían que yo ocupaba por aquel entonces un cargo sin peculio alguno en la Federación de Comunidades Judías y que yo era judío. Y, claro, yo era “usurero” por ser judío. Aquello no era el Berlín de 1933, era Madrid y se había iniciado el siglo XXI. Tampoco eran nazis los que gritaban sino grupos que se decían de izquierda. Y en la conversación imposible que entablé con algunos de ellos, me decían que no estaban contra los judíos, sino contra los sionistas. Pero cuando les hice notar que si me acusaban de usurero sin conocerme era precisamente por ser judío, siguieron gritando igual que antes. Cualquier razonamiento era inútil. Hoy medito, ante el conjunto de artículos antijudíos que estamos leyendo, que aquello no era producto de la ignorancia ni del inconsciente, sino una manifestación temprana del odio consciente al judío.
Y de ahí mi decepción y tristeza. He vivido más de setenta años entre españoles. He estudiado en colegios españoles y en la universidad española, he trabajado aquí toda mi vida laboral, aquí me casé y aquí nacieron mis hijas y mis nietos. El español es mi lengua y España mi país. Y ahora reflexiono, con todos mis años a cuestas, y me hago la pregunta que el judío alemán se podía hacer en los años treinta en Alemania: ¿cómo no me he dado cuenta de que tantos convecinos me odiaban, no por lo que haya hecho, sino por lo que soy? ¿Tan ciego he estado? ¿Tan desorientado e ingenuo he sido?
Cuando veo que un periódico de tirada nacional, propiedad mayoritaria del grupo italiano RCS (antiguo Rizzoli), es capaz de publicar en la misma semana dos columnas de opinión en las que se justifican las expulsiones que los judíos hemos sufrido a lo largo de los siglos por el veneno que llevamos dentro, no me genera tan solo rabia. Me genera algo más trascendente y duradero: una gran decepción y tristeza. La tristeza de saber que mi vida ha trascurrido en una sociedad en la que mucha gente siente odio hacia lo que soy.
Fuente: Raíces (España)

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