Por Julián Schvindlerman
Desde la firma de los Acuerdos de Oslo, los palestinos reclaman un estado independiente en las fronteras previas a 1967, lo que equivale a decir en las fronteras trazadas por las líneas de cese de fuego al fin de la guerra de la independencia de Israel, en 1949. Dejando de lado las opiniones ideológicas y las consideraciones históricas, desde un punto de vista estrictamente militar tales fronteras presentan riesgos de seguridad que todo observador honesto no puede desconocer. Denominadas por el ex canciller israelí Abba Eban “fronteras Auschwitz”, ella encapsulan el máximo riesgo geográfico del país: su falta de profundidad estratégica.
Las dimensiones de Israel son inconcebiblemente pequeñas. En su línea directa más estrecha, apenas catorce kilómetros separan a Cisjordania de la costa mediterránea israelí. El Margen Occidental está a tres kilómetros del aeropuerto internacional del país y a pocos de su parlamento. El triángulo Jerusalem-Haifa-Tel Aviv -área que reúne al 70% de la población y al 80% de la infraestructura económica del país-, está a minutos de distancia de ciudades palestinas. Un jet de guerra puede cubrir el trecho que separa al río Jordán del mar Mediterráneo en tres minutos. Esa es la distancia entre Jordania e Israel, Cisjordania está entre ellas. En otras palabras, Israel carece de profundidad territorial defensiva. No dispone del espacio geográfico mínimo para repeler una agresión terrestre. En octubre de 1973, los israelíes fueron sorprendidos por el ataque sirio y egipcio durante la Guerra del Iom Kipur, cuyas tropas avanzaron treinta kilómetros antes de ser frenadas por el ejército israelí. Si este mismo ataque hubiera arrancado desde las fronteras de 1967, en vez de las de 1973, y si las formaciones árabes se hubieran adentrado en territorio israelí la misma extensión, entonces la nación judía hubiera dejado de existir.
Hasta los años noventa, era tradicional en Israel ver a un potencial estado palestino en Cisjordania como un riesgo militar intolerable. El Acuerdo de Oslo modificó los parámetros ideológicos en la sociedad israelí, pero desde una óptica estratégica este sigue siendo el caso. Aún en la era de los misiles, los que sobrevuelan vastas extensiones terrestres y dan en su objetivo con precisión, la posesión de territorio defensivo sigue siendo crucial. Las guerras, al fin de cuentas, se siguen ganando con tropas en el terreno. Por eso los kurdos y los rebeldes sirios y el gobierno iraquí esperan presencia en el terreno de soldados estadounidenses para que den combate a los jihadistas del Estado Islámico. Las bombas desde el aire ayudan, sin lugar a dudas, pero la derrota enemiga sigue estando marcada por el simbolismo de la bandera plantada en tierra conquistada. Estados Unidos es la potencia líder en misiles balísticos, y aun así controla docenas de bases militares en zonas clave a lo largo y ancho del mundo.
Antaño, en tiempos de Saddam Hussein, el escenario de una alianza palestino-iraquí inquietaba a los militares israelíes. Hoy ese riesgo se ha disuelto, pero fue reemplazado por otro peor: una posible alianza palestino-iraní. Mil quinientos kilómetros separan a Irán de Israel, y sin embargo Teherán posee fronteras militares con el estado judío: en Gaza por medio del grupo islamista sunita Hamas y en el sur del Líbano por medio del movimiento islamista chiíta Hezbollah. Aún si el estado palestino eventual fuese pacífico y un aliado confiable de Israel (un gran “si”), nada asegura que no podrá sucumbir a fuerzas radicales agresivas, tal como ya ha acontecido en porciones de Siria e Irak con el Estado Islámico, en el sur del Líbano con Hezbollah y en la propia Gaza con Hamas. La denominada primavera árabe ha probado con aterradora persuasión que líderes históricos pueden ser velozmente reemplazados por un nuevo orden de poder. ¿Quién puede garantizar a los israelíes que el septuagenario Mahmoud Abbas o su sucesor seguirán estando en el gobierno permanentemente? Ningún interlocutor sincero realmente puede. De ahí que las consideraciones de seguridad sigan siendo relevantes para el análisis defensivo israelí.
Por supuesto que los palestinos tienen derecho a alcanzar su independencia, y a tener su propio estado, y a dar forma a su singular destino como una nación soberana. Y es igualmente válido que sus simpatizantes internacionales apoyen su causa, y pidan por ellos, y los respalden. Pero en algún punto sería saludable que unos y otros dejasen por un instante de lado los eslóganes a propósito de la indispensabilidad de las fronteras de 1967 y considerasen, aunque más no sea como posibilidad remota, que las preocupaciones de seguridad asociadas a un estado palestino son para Israel legítimas y muy, muy reales.