Luego de pasar el gran salón del Palacio, el Presidente caminó por un largo pasillo oloroso a humedad de vieja casona y entró por una pequeña puerta. Llegaba a la pequeña oficina donde despachaba en privado, sin edecanes ni funcionarios. Lucía guayabera blanca y amplios pantalones de dril. De su imagen presidencial solo el sombrero y no precisamente el de actos oficiales. Era domingo y de su cama lo había sacado una llamada urgente. Al otro lado del auricular una voz dijo: “Señor Presidente, disculpe la hora, pero ha pasado algo grave. Los alemanes atacaron un convoy de la Mene Grande, aquí mismo frente a Punta Macolla, en aguas del Golfo. Lo peor es que hundieron al ‘Monagas’, de bandera venezolana y con la mayoría de la tripulación de Paraguaná”.
La noticia era para levantar a cualquiera, más al Presidente. Rápidamente se vistió con lo que primero consiguió. Al salir miró el impoluto uniforme, colgado en sitio especial en el dormitorio. Había prometido no ponérselo jamás después de la elección, y, aunque en ese momento tuvo la tentación, sabía que nunca lo haría. En un Packard negro salió para Miraflores, recordando la comunicación de Canadá urgiendo más producción de crudo. La mayoría no lo sabía, pero el petróleo que se extraía del Lago era primordial para Estados Unidos, Canadá e Inglaterra. Los aviones aliados recibían el combustible refinado en Aruba y Curazao. Era crudo venezolano convertido en gasolina de avión.
Cerca de Miraflores recordó el informe confidencial de la semana anterior, al cual no puso atención porque los problemas domésticos lo traían de cabeza. Según el cable de Washington, Hitler había ordenado arreciar los ataques a los petroleros en el Caribe. Decía que decenas de submarinos alemanes habían partido desde Francia y al parecer era cierto, por lo del ataque. Domingo de Carnaval, ¡qué mala fecha para esto!, pensaba el Presidente.
Sentado en la pequeña oficina esperó por el ministro de Relaciones Exteriores, Parra Pérez, quien ya había sido convocado. Al llegar el hombre, preguntó: “¿Qué hacemos, Caracciolo?”. Y el hombre contestó: “Ya rompimos relaciones con los alemanes el año pasado. Lo que nos queda es una nota de protesta, y poner presos a los nazis que tenemos en Caracas y Maracaibo. Son como ochocientos”. El Presidente enarcó las cejas, pero después entendió que el hundimiento de un barco venezolano no podía pasar por debajo de la mesa. Entonces dijo: “Será así. Métalos presos”.
El Petróleo
En 1942 la Guerra Mundial estaba en pleno apogeo. Hitler y sus nazis seguían en sus planes expansionistas y guerreristas. Estados Unidos, que había sufrido el sorpresivo ataque japonés en Pearl Harbor el año anterior, estaba inmerso en el conflicto. En Venezuela la guerra se veía de lejos, y en verdad había más preocupación por lo que sucedía internamente. El presidente Medina Angarita estaba en su segundo año de mandato, y las relaciones con los países del eje fascista estaban rotas desde 1941. Los venezolanos no querían involucrarse en aquel conflicto, al contrario de mexicanos y colombianos que enviaron tropas a la guerra.
Sin embargo, un elemento de mucho peso mantenía a Venezuela en el ojo de la guerra: el petróleo. Desde el Lago de Maracaibo, una vez por semana salían unos 500 mil barriles de crudo hacia Aruba y Curazao. Allí eran convertidos en combustible para avión, básico para las fuerzas áreas de Inglaterra y EE UU. 70 por ciento del petróleo que consumía Canadá (miembro de la Commonwealth) provenía de nuestro país.
Por otra parte, en Maracaibo y Caracas el partido nazi se activaba con militancia germana y jefes nombrados desde Berlín. En la capital zuliana hacían vida política en el Club Alemán bajo el liderazgo de Hans Friederich Larsen, quien aparecía como gerente de la empresa naviera “Hapang”, pero en verdad era jefe de la Gestapo en esa región. En Caracas, el jefe nazi era Walter Hadamowsky, quien llegó en 1939 como apoderado de una empresa farmacéutica. Ellos se reunían, hacían mítines, recibían línea política y levantaban el brazo con el conocido saludo nazi, pero nunca intervinieron en la política interna de Venezuela. Mantenían su idolatría por su Führer y la gente poco conocía de su filiación.
El 16 de febrero de 1942 sucedió algo que colocó a Venezuela en los titulares mundiales: A las 3 y 30 de la madrugada el buque “Monagas”, de bandera y tripulación venezolanas, propiedad de la compañía Mene Grande Oil Company, fue hundido por un torpedo. El ataque provino del submarino alemán U-502, siete millas adentro del Golfo de Venezuela. Murieron cuatro marinos criollos y el capitán inglés. Los demás se alejaron en botes de salvamento, o flotando en el mar, hasta que llegó ayuda para el salvamento. Otros buques petroleros fueron igualmente torpedeados esa madrugada en el Caribe, por orden del alto mando nazi. Querían impedir que el combustible llegara a los aliados y para ello lanzaron la “Operación Neuland”.
El presidente Medina, además de la nota de protesta, ordenó apresar a 800 alemanes fascistas residentes en el país, y con sus jefes fueron enviados a prisión en Barquisimeto y Trujillo (Mesa de Esnujaque). Allí estuvieron hasta el final de la guerra. Algunos decidieron quedarse en Venezuela, y llegaron a recibir a sus colegas fascistas que huían luego de la victoria aliada. El último de los marinos sobrevivientes del hundimiento del “Monagas”, Antonio Evaristo Zabala, murió en Punto Fijo en 1996.
Por Fabio Solano