Por Julián Schvindlerman
Urbi et orbi, reina el ánimo celebratorio por el histórico pacto alcanzado entre la potencias e Irán. Ha sido anunciado por sus entusiastas defensores como el triunfo de la diplomacia y como el acuerdo que ha puesto fin a las amenazas nucleares de la nación persa. En medio de la euforia un detalle está pasando desapercibido. Si el pacto es tan fabuloso, entonces, ¿por qué motivo los países más directamente amenazados por Irán en el Medio Oriente no se han sumado a la fiesta? ¿Por qué el mundo sunita -desde Marruecos hasta Turquía- se muestra preocupado? ¿Por qué estados enemigos entre sí y ambos aliados de Washington, como Israel y Arabia Saudita, están profundamente alarmados? Si el pacto es tan efectivo en contener las ambiciones atómicas de Irán, ¿por qué ha debido el presidente Barack Obama anunciar inmediatamente tras su firma que enviará en breve a su Secretario de Estado al Golfo Pérsico y a su Secretario de Defensa a Israel, en ambos casos a calmar ansiedades locales?
Este acuerdo es problemático tanto en su contenido como en aquellos temas que ha dejado de lado. Sobre esto último: el fervor revolucionario-terrorista del régimen ayatolá no fue negociado. Vale decir, Irán podrá seguir patrocinando militar y políticamente a grupos fundamentalistas en el Líbano, Gaza, Yemen y otras partes a la par que retorna como un socio legitimado al concierto de las naciones. También podrá seguir reprimiendo a su población con impunidad: según cifras de las Naciones Unidas, Irán tiene la tasa de ejecuciones más alta del Medio Oriente y la segunda a nivel global. La situación podría empeorar, pues este acuerdo no ha impuesto restricción humanitaria alguna al respecto.
No menos grave es lo que sí está contenido en el acuerdo. Ciertamente, impone serias limitaciones en múltiples áreas y por varios años sobre el proyecto nuclear de Irán. No obstante, adolece de falencias peligrosas. Según sus términos, al cabo de cinco años el embargo de armas convencionales que pesa sobre Irán será levantado. Tres años después correrá igual suerte el embargo sobre su programa de misiles balísticos intercontinentales; cuya utilidad principal es transportar cabezas nucleares a larga distancia. Pasados los diez años, las restricciones sobre su programa nuclear comenzarán a decaer. En cuestión de pocos meses de entrada en vigencia el pacto, las sanciones económicas y financieras -que costó muchísimo construir, en capital diplomático, durante largos años- serán dejadas sin efecto si Teherán honra lo pactado. Algunos dudan, legítimamente, de la futura fidelidad contractual persa. Pero, ¿por qué no habría Teherán de atenerse a lo firmado, si el resultado de cumplir el acuerdo redundará en un Irán económicamente próspero (las sanciones se levantarán), militarmente poderoso (los embargos caerán) y con el camino abierto para retomar sus aspiraciones nucleares a la fecha de expiración del contrato? Esta es la falla más trágica del acuerdo: lejos de trabar el sendero de Irán hacia lo bomba, puede terminar facilitándolo.
Sólo el tiempo arrojará el veredicto final sobre este pacto de alto riesgo. Pero bien vale recordar un precedente inquietante. En 1994, Estados Unidos negoció con Corea del Norte un acuerdo nuclear. Hoy, Pyongyang es una potencia atómica. Este fiasco no necesariamente deba repetirse. Pero la chance de que algo similar ocurra con Irán, es real.