Desde que se conoció la magnitud y alcance de la Shoá, apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial, muchas personas -incluyendo sociólogos, sicólogos, politólogos y especialistas de otras disciplinas- se han preguntado cómo pudo suceder algo así a mediados del siglo XX en el continente más educado y próspero, y sobre todo en un país tan culto como Alemania, generador de tanta ciencia, arte y filosofía.
La pregunta del “cómo pudo ser posible” está entrelazada con la del “por qué”. La mayoría de los no judíos, y también muchos judíos, siguen desconcertados hoy en día por el motivo real de los nazis para planificar la aniquilación total de un pueblo. Varias veces se han sugerido razones económicas; sin embargo, aunque los alemanes ejecutaron el saqueo de los bienes de los judíos con característica eficacia, aprovechando hasta la última pieza de ropa -e incluso el cabello y las prótesis dentales de las víctimas-, este no fue el objetivo del Holocausto.
Quien busque una respuesta sencilla y única solo encontrará prejuicios e ignorancia: “Los judíos eran los dueños de todo” o “se creían superiores”. El antisemitismo nazi fue, en realidad, apenas la culminación de un complejo proceso de muchos siglos, que arranca con las enseñanzas de algunos de los padres de la Iglesia, cuyo núcleo era la acusación de deicidio o “asesinato de Dios”, que la Iglesia Católica repudió tan solo en la década de 1960 durante el Concilio Vaticano II.
En el primer milenio de la era cristiana fueron acumulándose textos que marcaban a los judíos como el “testimonio viviente” de la verdad de esta acusación. Según San Agustín, (siglos IV-V) en su Tractatus Adversus Iudaeus, el castigo por el deicidio y la no aceptación de Cristo como mesías habían sido la dispersión y la humillación perenne; por ello estaba autorizado expulsar a los judíos de cualquier comarca, pero no convertirlos ni asesinarlos. Así se cerraba el círculo del prejuicio: la persecución sufrida por los judíos sería en adelante la prueba de que debían seguir siendo perseguidos. Obviamente, en tiempos posteriores se aceptó esta explicación, pero no las prohibiciones de convertirlos o matarlos.
El inicio de las Cruzadas a finales del siglo XI intensificó la devoción religiosa en toda Europa. Los cruzados arrasaron numerosas comunidades judías en su camino hacia Eretz Israel, culminando con la masacre de los judíos de Jerusalén en 1099.
Por esa misma época comenzaba un proceso de urbanización en toda Europa, con el consiguiente auge de los gremios artesanales, de los que únicamente los cristianos podían ser miembros. Ello, sumado a algunos decretos papales, dejó a los judíos fuera de las profesiones “respetables” y los condenó a labores consideradas menos dignas, como prestamistas o ropavejeros. Esto generó a su vez el estereotipo del judío usurero y traficante.
El dinero de los prestamistas judíos financiaba con frecuencia a los reyes y nobles en sus actividades, pero sobre todo al pueblo llano, lo que en tiempos de dificultades incrementaba el odio contra esos “deicidas que se aprovechaban de los demás”. Añádanse las leyendas de crímenes rituales o profanaciones de hostias, profusamente ilustradas en los retablos de las iglesias, para crear un cuadro en que el judío era un ser demonizado, en el mejor de los casos un mal necesario cuya presencia se soportaba con sospecha, y en el peor la víctima de incontables masacres, como durante la Inquisición española o las matanzas de Jmelnitzky.
En el siglo XIX, con el surgimiento de los nacionalismos y la emancipación de los judíos, comenzó a vérseles como cuerpos extraños en las respectivas naciones-Estado. Simultáneamente surgió el racismo “científico”, que aplicaba la clasificación de las especies biológicas a los seres humanos; obviamente, los judíos no podían ubicarse sino en una capa inferior. Es decir, los viejos prejuicios y estereotipos religiosos sobrevivieron en la era secular, con nuevos ropajes.
En 1879, el periodista alemán Wilhelm Marr acuñó el término “antisemitismo” para un movimiento que propugnaba aislar a los judíos de la sociedad; su grupo, la Liga Antisemita Internacional, llegó a realizar varios congresos, y sus publicaciones tuvieron amplia difusión. En Alemania y Austria-Hungría surgieron partidos políticos que se definían específicamente como antisemitas, los cuales llegaron a tener una importante representación parlamentaria; en 1895, el Partido Social Cristiano alcanzó el poder de la alcaldía de Viena con una plataforma antijudía.
El historiador Israel Zangwill ironizó famosamente en 1920: “Si no hubiera judíos, habría que inventarlos para uso de los políticos. Son indispensables como antítesis de una panacea; causa garantizada de todos los males”.
El ambiente estaba preparado para el Caso Dreyfus, la difusión del libelo difamatorio Los Protocolos de los Sabios de Sión y el antisemitismo hitleriano.
La obsesión nazi
La ideología nacional-socialista (nazi) se nutrió de todas las etapas previas del odio a los judíos: religiosa, nacionalista y racial, a la cual agregó el terror al “bolchevismo”. Como plantearon León Poliakov y Josef Wulf en su obra clásica El Tercer Reich y los judíos, para los nazis el “problema judío” no era un tema más, sino un asunto central en su concepción místico-religiosa, según la cual “el mundo está guiado por potencias bienhechoras por una parte y maléficas por otra”, combinada con las teorías seudocientíficas de la raza, en boga desde el siglo anterior.
Los judíos eran menos del uno por ciento de la población de Alemania, pero tras su emancipación habían abrazado con entusiasmo la cultura del país y destacaban en profesiones liberales como la Medicina y el Derecho, así como en la investigación científica, las artes, la arquitectura, el periodismo, la filosofía y las finanzas. Su trabajo dio a Alemania un brillo que no ha vuelto a tener, desde los compositores Félix Mendelssohn Bartholdy o Arnold Schönberg hasta Albert Einstein y Max Born; de la escuela de diseño Bauhaus al cine de Fritz Lang; del químico Fritz Haber al fotógrafo periodístico Alfred Eisenstaedt. Este éxito alimentó precisamente el mito del control judío del país, que los nazis utilizaron como arma propagandística.
Para los nazis existían tres razas: la superior aria-nórdica, única capaz de crear cultura; las “inferiores”, que podían ser “amaestradas” pero eventualmente desaparecerían; y la judía, que era una raza parásita, una plaga que contaminaba a la raza superior y por ende constituía una amenaza mortal a su existencia. Así, deshacerse de los judíos era una necesidad histórica, una misión sagrada. Como explican Poliakov y Wulf: “Es imposible en absoluto oponer argumentos lógicos a semejantes concepciones; se trata de una mentalidad religiosa como la que preside la formación de sectas (…) Es un proceso que solo admite comparación con fenómenos similares del Medioevo, como por ejemplo las obsesiones de los perseguidores de brujas (…) La actitud de Himmler era la de un místico que volcaba todo su fanatismo religioso en esta concepción del mundo”*.
Desde que llegó al poder en 1933, el régimen de Hitler expulsó “legalmente” a los judíos de sus posiciones profesionales, académicas y docentes, lo que fue extendiéndose a todas sus fuentes de subsistencia. Los judíos comenzaron a desaparecer de la vida pública, y esto a su vez facilitaba aplicarles mayores discriminaciones, que culminaron con la Kristallnacht (Noche de los Cristales Rotos) en 1938, y la posterior “Solución final”: la deportación a los campos de exterminio.
Por añadidura, la persecución a los judíos resultó muy útil para reducir la resistencia en países que Alemania conquistó y en los cuales el antisemitismo religioso estaba muy arraigado, sobre todo en Polonia, Ucrania, Yugoslavia y los países bálticos, donde —con excepciones que han sido debidamente reconocidas— la colaboración con el Holocausto fue mayoritariamente entusiasta. Además de ayudarlos a “deshacerse de los judíos”, los ocupantes nazis distribuían como premio muchas de sus viviendas, comercios y posesiones entre la población que los denunciara.
Así fue esto posible.
*Heinrich Himmler, líder de la SS y luego ministro del Interior de la Alemania nazi, fue el principal encargado de la “Solución final” o exterminio sistemático e industrializado de los judíos
Fuentes consultadas
Leon Poliakov y Josef Wulf (1960). El Tercer Reich y los judíos. Barcelona: Editorial Seix Barral.
Nachum Gidal (1998). Jews in Germany. Londres: Konemann UK.
Seminario “Memoria de la Shoá y los dilemas de su trasmisión”. Escuela Internacional para el Estudio del Holocausto, Yad Vashem, Jerusalén.
Wikipedia.org.
Por Sami Rozenbaum