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Por Beatriz W. De Rittigstein
Durante las negociaciones de Oslo que originaron los Acuerdos de Paz entre palestinos e Israel, nos preguntábamos cómo sería Yasser Arafat de gobernante, dirigiendo a un país, estableciendo políticas públicas y gestionando el erario correspondiente. Nos decíamos: ahora veremos la capacidad de este hombre que rigió a un grupo de terroristas, convertirse en un estadista y guiar a su pueblo. Lamentablemente nos equivocamos, Arafat jamás fue un gobernante ni administrador; mimetizado, prosiguió apoyando el terror, mientras los palestinos se acostumbraron a vivir del subsidio extranjero. Arafat nunca construyó autopistas ni centrales eléctricas ni embalses de agua.
Recordamos que en 1994, días después de firmar los acuerdos en El Cairo, entre la OLP e Israel, que concretaron la autonomía palestina, Arafat dio unas indebidas declaraciones en una mezquita de Johannesburgo. En esa arenga, instó: “Es muy importante que sigamos luchando y tenemos que comenzar una Jihad”. En realidad, Arafat practicó una doble retórica: al dirigirse a un público occidental utilizaba un lenguaje impreciso y ambiguo, sin definiciones claras; simultáneamente, con un lenguaje exaltado, hablando en árabe, ofrecía mantener el objetivo primigenio de su organización, el establecimiento de un Estado único en todo el “territorio de Palestina” y la destrucción de Israel. En distintas oportunidades, mientras avanzaba el proceso de Oslo, Arafat se vio involucrado en el contrabando de armas proveniente de Irán.
Del mismo modo, el octogenario presidente palestino, Mahmud Abbas, quien lleva más de diez años en el poder, heredó el estilo de acciones contradictorias, instigación contra los judíos e Israel, nada de elecciones para transformar el sistema en democrático, ni respeto a los derechos humanos ni libertad de expresión. Abbas ha venido promoviendo en la ONU, acciones unilaterales que de ninguna manera destraban el diálogo entre Israel y los palestinos, el cual constituye el camino a una paz estable.
Todo este fallido panorama tiene como secuela lógica la desconfianza del pueblo palestino en sus gobernantes. Ambos reis jamás intentaron con voluntad sincera, lograr un ambiente propicio para la convivencia armoniosa y tuvieron agendas ocultas para tragedia de los propios palestinos.

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