Por Rabino Iona Blickstein
El judaísmo halla su base y fundamento en la memoria de largo plazo. Esa memoria es la que vincula a judíos de distintas partes del mundo y los convierten en un único pueblo, en una única familia y en un solo individuo.
Esa memoria se erigió como estandarte para nuestros ancestros, también para nosotros, y nos brindó la oportunidad de producir hombres elevados hasta el día de hoy.
Un hombre sin memoria es para siempre como un bebé recién nacido. Un hombre sin memoria, no es en absoluto un hombre vivo. Porque si no consigue atesorar las experiencias de su vida cotidiana, no conseguirá ningún objetivo; simplemente no vivirá en el sentido llano de la palabra.
Un pueblo sin pasado carece también del presente y ¿quién puede predecir sobre su futuro?
Sin embargo, hay algunas ocasiones en que todos recordamos nuestra identidad esencial. Una de estas ocasiones y la más amada de todas es la de la noche del Seder de Pesaj (la Pascua Judía). En este evento el pueblo judío celebra su propio nacimiento. Nuestro cumpleaños es un día para la memoria.
En Rosh Hashaná (Año Nuevo Judío) HaShem nos recuerda. En Pesaj nos recordamos a nosotros mismos. La memoria es la transmisión de generación en generación, sobre los eventos acontecidos. La memoria crea la continuidad.
Aquí estamos todos, padres, hijos, abuelos y nietos listos a reafirmar nuestra memoria histórica. Lo que tenemos delante de nuestra mesa, fortalece nuestra memoria. La matza (pan ácimo), el maror (hiervas amargas), jasoret, el karpas, el vino; en fin, todos estos y cada uno de ellos son una llave para penetrar en nuestra historia.
La Hagada (lectura de la salida) nos ayuda a ingresar en el ambiente de la salida de Egipto. ¡Entremos en escena! ¡Acción! ¡Feliz cumpleaños!.