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Por Beatriz W. De Rittigstein
Hace poco, vimos por los noticieros a los hijos de dos expresidentes venezolanos, Isaías Medina Angarita y Rómulo Gallegos, declarar con dolor, sobre la profanación de las tumbas de sus progenitores, en el Cementerio General del Sur.
El ministro de Cultura, Freddy Ñáñez, declaró: “No se trata de una tumba, sino de una referencia a la venezolanidad; de un símbolo de todos los venezolanos… Es un acto de vandalismo que vamos a investigar”.
Por supuesto que Medina y Gallegos son símbolos y el ultraje a su eterno descanso podría significar algo más feroz que la misma incivilidad del ataque. Pero, desde hace años, lo que viene ocurriendo en dicho camposanto es alucinante, pues la destrucción está a la vista: lozas, mármoles, estatuas. Tumbas abiertas. La grama crecida cubre nombres, fechas, recuerdos. Basura por doquier. Es decir, el cementerio que data del siglo XIX, patrimonio de Caracas, está en un absoluto abandono. 
Muchos tenemos ancestros enterrados en ese lugar que es sagrado y debe respetarse. Su deterioro lesiona la dignidad humana, humilla más allá de la solemnidad de la muerte.
Comprendemos ese dolor, pues diversas comunidades judías en el mundo, a lo largo de la historia, en innumerables ocasiones, sufrieron estas degradaciones, una de las más brutales manifestaciones de odio. Entre las más emblemáticas está la ocurrida cuando Jerusalén del Este fue anexada a Jordania. Así, bajo jurisdicción jordana, el antiguo cementerio judío en el Monte de los Olivos fue arrasado, las lápidas se utilizaron para la construcción de caminos y revestimiento de letrinas; la carretera al Hotel Intercontinental fue construida en la parte superior del sitio.
Como ejemplo, otros casos que por su salvajismo trascendieron en los informativos, son: el acaecido en mayo de 1990, con un cementerio judío ubicado en Carpentras, al sur de Francia; en 1993, un atentado dañó un edificio contiguo a un cementerio judío de Liverpool, en cuyas paredes dibujaron lemas ofensivos. En 1997 y 1999, fue mancillado el panteón judío en el cementerio de La Tablada, en Buenos Aires. Lamentablemente, abundan las ilustraciones de crímenes de esta índole.
Resulta evidente que el agravio a los muertos es un claro indicio de la descomposición que alcanza hasta la paz de los sepulcros.

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