Por Aarón Alboukrek
La existencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos responde a la contundencia del horror que la especie humana obra. Las formulaciones ahí contenidas nos dicen del peligro real que representa la condición humana para sí misma. No surgió propiamente del amor al prójimo, sino de la paradoja de la conciencia que advierte la capacidad heterodestructiva y desalmada que predomina en muchos, y de la necesidad de conservar esa conciencia aterradora para defenderse de ella y poder seguir usando el instinto de conservación frente a la fuerza insolente de la atrocidad perversa.
Desde entonces vivir se ha convertido en un derecho protegido contra la barbarie. Ya no basta con correr ante la presencia de un león hambriento para intentar salvar la vida porque el león aprendió a multiplicar sus fauces con perversidad y aparecerse por doquier. La declaración pretende contrarrestar con un arma racional y legítima la depredación dentro de la misma especie horrorizada de sus actos.
El león es insaciable y hay mucha cría corriendo en círculos concéntricos sin poder respirar lo suficiente, se les nota en sus costillas adhiriéndose en la carne cuando respiran, como si tuvieran pulmonía.
El león parece camaleón, unas veces viene disfrazado de noble eclesiástico para satisfacer un deformado instinto sexual, otra de estirado ejecutivo corporativo y transnacional para saquear y hambrear, otra de militar planchado para reprimir y someter, otra de insurgente para aplastar humanidades que considera cucarachas, otra de augusto líder revolucionario para engordar su bolsillo y su megalomanía, otra de altruista repartidor de alucinaciones para aniquilar los resquicios del anhelo, otra de creativo publicista para imponer mentiras y enfermar, otra de ecuánime moderador para sacar tajada, otra de libertador terrorista para asesinar bebés y otras muchas más con miles de disfraces intuitivos y maquiavélicos para aprovecharse de la inocencia, de la fragilidad, de la necesidad, de la desgracia o simplemente de la alegría y de la paz interior de las que carecen, lamentablemente, los disfrazados retorcidos.
Nos quieren convencer de que no hay salida
El fraude y la muerte calculados en nuestros días acechan por doquier y sin mirar a quién, y el instinto de conservación parece ir más allá de la zozobra y de la vergüenza; ese instinto parece metafísico al irse convirtiendo en el más allá de la dignidad: la familiaridad con el horror.
Los falsificadores, con poder o sin él, victimarios o víctimas agresoras en una cultura universal afligida y con capacidad de transferir virtualmente el dolor de todos a todos, nos quieren convencer de que no hay salida, de que los sueños de una vida, el trabajo, la educación diaria de los hijos y su alimentación, la protección contra las inclemencias del clima, la lucha contra las enfermedades, la angustia de la soledad, los pormenores cotidianos insoslayables, la necesidad de abrazar y ser abrazados son y serán la debilidad infranqueable de la especie humana que debe adaptarse al horror si quiere sobrevivir. Nos quieren convencer de que la familiaridad con el horror es dramáticamente la posibilidad de mantener el archivo cerrado de la memoria de la infamia y disfrutar algo del resto.
Los disfrazados saben que la mayor parte de la humanidad no tiene tiempo de salvar al mundo; que apenas puede alimentarse, circular y esquivar a los depredadores de su especie; que de poco sirve recordar las tragedias históricas para evitar la zozobra porque los leones andan sueltos por el orbe y la maldad y la crueldad se revitalizan día tras día y la creatividad para el despojo se ha tecnologizado. Saben que la brutalidad inmediata siempre toma el espacio de reconsiderar la historia para prevenir la muerte absurda y criminal. De alguna forma están conscientes de que la depredación del ser humano contra sus semejantes no retorna elípticamente porque se olvide la historia, y que la memoria no es la catapulta congénita de la zozobra.
Intuyen que el olvido colectivo no existe en realidad como tal, sino que sólo es soslayo de miedo o impotencia ante la repetición brutal y tierra fértil para el abuso.
La repetición es ciertamente una pausa de reflexión, pero la zozobra no tiene tiempo, es siempre el presente continuo, el de la vida del aquí y del ahora y no el de los empalizados medievales o el de los tutsis ya masacrados. Esto lo saben los depredadores. La memoria tiene mucho que decir pero tarda al enseñar la prevención, la historia misma es testigo de la repetición brutal y la memoria sirve más para defenderse eficientemente del horror que para impedirlo, la memoria parece retroalimentar la franqueza del pánico.
Si la historia del ser humano tuviese fin ¿terminaríamos entonces como una sombra erótica y macabra después de tantos logros del conocimiento? Tal vez, pero la probabilidad es reducida, lo es porque si hay muchos devastadores y criminales también hay millones de constructores con la fuerza predominante de vida, millones con voz sensata, arrojo, amor, honradez y nobleza.
La fatalidad absoluta es propiedad de aquel que arrincona la vida, siempre se podrá alzar la voz y luchar contra la perversidad, por más que se nos quiera arrebatar la confianza. La Declaración Universal de los Derechos Humanos no es un logro retórico, es una necesidad sobrevivencial cuya fuerza de espíritu nos impele a alzar la voz para que no sea sólo un recurso del discurso político en muchos de aquellos que tienen la obligación de hacerla ejercer.
Es momento de condenar
Hoy es un día para alzar la voz y reclamarles a todos aquellos líderes y países del mundo que siempre han estado prestos para reprobar a Israel que condenen sin retórica alguna el abominable homicidio en un atentado terrorista de una familia israelí en Itamar, Cisjordania, dos padres y tres de sus hijos entre los cuales había un bebé de cuatro meses.
El que pregone derechos humanos que no se ampare en el silencio. La condena mundial ante un hecho atroz no sólo significa aborrecer ese acto, implica abrir el cuestionamiento autocrítico de las razones sociales, culturales, históricas y políticas que subyacen en el drama, supone la importancia de denunciar lo que no se hace para prevenirlo y determinar las causas de la pasividad política.
En este caso la impertinente inmovilidad de la Autoridad Palestina cuyo discurso no atiende al parecer la gravedad que implica el letal odio incrustado en individuos o sectores fanáticos del pueblo que representa.
La Autoridad Palestina debería de saber que la paz es algo más que firmar acuerdos, que la paz es un compromiso de mesura que implica, desde el antes de su referendo, la reorientación constante y cuidada de los valores esenciales en la sociedad para detener las potencialidades nefastas del rencor y el odio. Los países deben condenar sin ambages ni dilaciones este hecho abominable.
Hoy el mundo está de luto por muchas tragedias, hambre, guerras, terremotos y terrorismo. El horror nos rodea, la tierra traga a miles de sus hijos mientras un terrorista delirante masacra a una familia.…
Poco se puede hacer contra la naturaleza indómita e imprevisible del planeta, pero mucho contra la perversidad que apuñala a un bebé, esperanza y rescate reales, no sólo para Israel sino para toda la humanidad.
Fuente: Aurora Digital