Cuando de mentir se trata
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Por Beatriz W. De Rittigstein
El conflicto árabe-israelí comenzó asumiendo un carácter nacional y político, pero en los últimos años, debido a la presión iraní, se le ha ido agregando un elemento religioso basado en el dogma islámico, que materializa su odio a través del accionar de movimientos extremistas como el Hezbollah libanés y el Hamas palestino, financiados, entrenados y dotados por Teherán.
En la XXI Cumbre de la Liga Árabe celebrada en Doha, salió a relucir entre las varias pugnas que dividen a los países árabes, la islamización de este conflicto. Siria y Qatar, apuntalados por la teocracia iraní, apoyan a Hamas que pretende la destrucción del Estado judío; mientras Arabia Saudita, Jordania y Egipto rechazan la influencia iraní y respaldan al presidente palestino Mahmud Abas, jefe de Fatah, que estaría dispuesto a la convivencia.
El inflexible extremismo islámico se aferra a concepciones negativas derivadas de sus escritos sagrados; las impone en el mundo contemporáneo y hace que sólo lo repulsivo defina la relación entre judíos y musulmanes. Así, la animosidad hacia el judaísmo y el rechazo a la existencia de Israel está justificada, como la lucha maniquea del bien contra el mal.
Para los radicales no hay diferencias entre israelíes y judíos. Sobran las ilustraciones acerca de la vulnerabilidad de los judíos cuando las tensiones con Israel se incrementan. Hemos podido observar la permanente promoción de antisemitismo en los lugares que le dan cabida al influjo komeinista.
Este odio demostrado hasta la saciedad e insolentemente admitido, tendría que ser tomado con mucha seriedad junto al planteamiento de cada crítica hacia la política israelí, a sus exigencias sobre la seguridad nacional y ciudadana, y a sus posiciones frente a las negociaciones para una paz perdurable.

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