Por Julio María Sanguinetti, ex presidente del Uruguay
La historia es larga. Hace 60 años, en 1948, las Naciones Unidas, aun bajo el impacto de la Segunda Guerra Mundial y del horror del Holocausto, vivieron el milagro de que los Estados Unidos y la Unión Soviética coincidieran en resolver la cuestión judía por medio de la creación de un Estado en el viejo hogar territorial de sus ancestros.
En la misma resolución se configuraba un Estado árabe, para reunir a los habitantes de ese origen en la vieja Palestina. Se terminaba, de esa manera, el mandato británico sobre la región y nacían dos Estados independientes. Jerusalén, la mítica ciudad, quedaba dividida en dos partes.
Desgraciadamente, los Estados árabes no aceptaron la existencia de Israel, y desde el primer día comenzaron la guerra.
El naciente Estado judío, por entonces débil en lo militar y pobre económicamente, sobrevivió con la conducción profética de Ben Gurión y a partir de allí, ladrillo tras ladrillo, construyó un país próspero y también la única democracia de la región. Se trata de una sociedad pluralista en la que conviven, en el Parlamento, judíos agnósticos, judíos ortodoxos, árabes, drusos…
Desgraciadamente, Israel no ha tenido, desde aquellos lejanos días, ni siquiera una noche de sosiego. Seis guerras convencionales y dos "guerras santas" (intifadas) marcan una situación bélica apenas interrumpida por intervalos de tregua y renovadas aspiraciones de paz.
El tiempo no ha pasado en vano para Israel, pero tampoco para otros países árabes, como Egipto, Jordania y Arabia Saudita, otrora enemigos y hoy países vecinos con los que, de manera oficial o tácitamente, se ha pactado la paz.
Desgraciadamente, en el resto, en los últimos años ha predominado una ola de fundamentalismo religioso que es oficial en Irán, aceptada en Siria y diseminada por todo el mundo musulmán, con una siembra de odio contra Occidente y sus valores de la que los atentados del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, y el 11 de marzo de 2004, Madrid, son expresión más que elocuente.
Como es obvio, ese fundamentalismo, que emplea el terrorismo como método, con un total desprecio de la vida humana, la de los propios y las de los ajenos, mantiene la desaparición de Israel en la condición de objetivo de honor. Y allí permanece el núcleo del conflicto.
Mientras en los templos y las escuelas se cultive el odio al pueblo judío, no habrá paz verdadera. Hace ya muchos años, cuando aún no teníamos a los ayatolás gobernando Estados nacionales, Golda Meir dijo que sólo tendrían paz con los árabes cuando ellos quisieran a sus hijos más que lo que odian a los judíos.
Todo lo demás es una consecuencia de esta situación. En estos mismos días, en los que alentamos, por lo menos, una tregua duradera, ¿cómo se puede instalar un diálogo cuando una de las partes sostiene la desaparición de la otra?
A partir de allí, en cada caso, siempre podremos discutir quién tuvo mayor responsabilidad, quién inició las hostilidades en cada ocasión, quién es más intransigente.
La cuestión es que al que pacta del lado musulmán se le opone, invariablemente, una contestación más radical, engendrada en las escuelas de fanatismo. Pensemos en la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), organización terrorista conducida por Yasser Arafat, que terminó, muchos años más tarde, como fuerza apaciguadora y perdió su peso político. ¿Qué le pasó últimamente al movimiento Al Fatah? Intentó acordar la paz con los israelíes y les salieron al cruce Hezbollah y Hamas.
En eso estamos y seguiremos. Esta afirmación podría parecer desalentadora y paralizante, y hasta podría ser desmentida por avances como los alcanzados en algunas naciones árabes como las mencionadas. El tema es que sus gobiernos no son fundamentalistas y viven en zozobra constante con esas quintas columnas internas que, constantemente, intentan desestabilizarlos.
En el otro extremo, Irán preconiza urbi et orbi la desaparición de Israel y provee de armas a los extremistas que pululan en todo el mundo árabe y que están formados en la idea de que la propia muerte es la gloria de Alá y que Occidente, en su conjunto, representa los disvalores que se deben erradicar de la faz de la Tierra.
Naturalmente, no hay que desechar ningún camino hacia la paz. Hay que insistir e insistir. Pero sin perder nunca de vista la raíz del problema.
No falta sustento al razonamiento de que una invasión como la israelí a Gaza, circunstancialmente, estimula los radicalismos. Es la perversa lógica en la que nos introduce el fanatismo, que obliga a Israel a hacer lo que no quiere.
Hace cuatro años, Israel devolvió ese territorio a cambio de una tregua que esperaba que fuera duradera. ¿Cuál otra podría ser la lógica? Esa es la verdadera cuestión. Se ha visto ya que el diálogo es inviable o muy frágil. La vía más serena sería continuar esperando, con el riesgo obvio de que el movimiento terrorista continúe en su acción de disparar misiles y logre instalar los de largo alcance, provistos por Irán.
Si sucediera esto, se impondría en la región algo todavía mucho más penoso: una guerra generalizada, con más muertos y más sangre.
Siempre es terrible ver los resultados de una acción militar, y allí están los grabados de Goya para inmortalizar el dolor. Pero está fuera de la realidad quien no admite que son los fanáticos los que producen el sacrificio de la población civil, incluidos los niños, porque esa es su estrategia.
Se vio claramente en el Líbano y se advirtió también ahora en Gaza. Es más: el Estado de Israel montó un sistema inédito para advertir del objetivo de un ataque y dar tiempo para que salieran las posibles víctimas. Lejos de tener respuesta, los fundamentalistas convocan a más gente para llevarla a la muerte. Eso también se ha visto en televisión y sacude cualquier sensibilidad.
Somos de los que creemos en un Estado palestino independiente, con la misma convicción con que afirmamos el derecho de Israel a preservar la seguridad de sus ciudadanos. Y también valoramos sobremanera el esfuerzo de países como Egipto. Me consta personalmente la visión del presidente Mubarak al respecto. Pero mientras haya gobiernos como el actual en Irán y escuelas para mantener el odio, cualquier esfuerzo será pasajero. Israel podrá acertar o errar; conquistar o devolver tierras. Se ha demostrado que da lo mismo para los extremistas. A ellos no les alcanza siquiera el nacimiento de un Estado palestino, como pudo ser verdad hace 60 años. Lo que los mueve es el rencor a Israel desde una visión retrógrada, autoritaria, esclavizadora de la mujer, fanática en todas las dimensiones de su irracionalidad. Nuestro deber de occidentales y demócratas será siempre defender la libertad y procurar la paz, sabiendo que la verdadera estabilidad no saldrá de los convenios, sino de las aulas, los textos y los sermones. Sólo el día que realmente se predique el amor y se rescate del Corán el espíritu que permitió la convivencia en la Toledo medieval, sólo ese día, los convenios y tratados, las treguas y los armisticios podrán ser algo más que letra y pasajeros alivios. Bien lo sabe Occidente, al que tanto le costó salir de la Inquisición y de las cazas de brujas.
Fuente: La Nación, Argentina