Por Pilar Rahola
A pesar del miedo, del récord de condenas a muerte y de que la teocracia iraní es una de las más inflexibles del mundo, miles de personas recordaron a ese mundo, tan sordo, que Irán es un gran país, con una población resistente, comprometida y socialmente activa.
Habló el líder supremo, el gran ayatola Ali Jamenei, mentó a Dios, y el mundo se paró. Después de sus palabras asegurando que la victoria muy probablemente fraudulenta de Mahmud Ahmadineyad en las elecciones iraníes era “una señal divina”, y que debía ser aceptada también “por mandato divino”, sólo quedaba repetir el obligado (a la fuerza) saludo ante su presencia: “Dios le guarde. Saludo al Imán”, y aceptar la lógica del miedo. ¿Qué más se podía añadir? En las democracias funciona esa peregrina cosa llamada libertad, cuyas patas en la libertad de prensa, de expresión, de asamblea, de oposición, y etcétera, dotan de una importante protección a los ciudadanos. A pesar de ello, a pesar del miedo, a pesar del récord de condenas a muerte, a pesar de que la teocracia iraní es una de las más inflexibles que existen en el mundo, miles de personas recordaron a ese mundo, tan sordo, que Irán es un gran país, con una población históricamente resistente, políticamente comprometida y socialmente activa.
Alguna vez he escrito que la gran esperanza de Oriente Medio es, precisamente, la oposición iraní, cuyas mujeres y estudiantes son, hoy por hoy, las voces más activas contra la imposición fundamentalista. Desde la Premio Nobel Shirin Ebadi hasta los movimientos estudiantiles, algo intenso y libre se mueve en el Irán brutalmente oprimido por la revolución de los ayatolas. Y por ello mismo Irán representa una sorprendente contradicción: es el peligro más importante de la región, y también su mayor esperanza. Esperanza, sin embargo, nuevamente truncada. Desde que el ayatola Jomeini pisó Irán, en 1979, ese gran país del Golfo Pérsico, poseedor de una épica histórica y una cultura muy notables, cayó en un profundo agujero oscuro, que lo arrancó de la modernidad, lo sepultó en un alud de leyes represivas, condenó a sus mujeres al ostracismo y protagonizó algunos de los episodios más vergozosos de la historia reciente. Ahmadineyad es el último escalafón de una política delirante, cuyo desprecio a su propia gente va parejo al desprecio que siente por los valores universales. Y, sin ninguna duda, es una amenaza para millones de personas. Pero Ahmadineyad es, en realidad, una marioneta en las manos del gran ayatola, auténtico dictador del país, cuya tiranía se fundamenta en el monopolio que hace de la religión islámica. Poseedor de la verdad religiosa, es el ejemplo, en pleno siglo XXI, de lo que debió ser la Inquisición española. Con la diferencia de que llevamos siglos alejados de la Edad Media.
¿Qué más puede pasar para que Irán esté en la primera línea de la preocupación del mundo? Lejos de ello, practicamos una pérfida condescendencia. Veamos: Irán condena a muerte a los ciudadanos homosexuales, y las Naciones Unidas invitan a su presidente -un inequívoco islamofascista- a hablar en un foro sobre la intolerancia. Mantiene en apartheid a sus mujeres, y las grandes feministas de izquierdas ignoran su tragedia. Amenaza con la destrucción total a otro país, y Obama quiere tener una charlita. Se prepara para tener armamento nuclear, y la mayoría de países miran a otro lado, cuando no participan de su desarrollo. Lo cual no es tan sorprendente si recordamos la actitud de Chamberlain con Hitler.
¿Hubiera parado Europa a un Hitler nuclear, cuando practicaba el apaciguamiento? Y en eso estamos, apaciguados, incapaces de entender que la tragedia de los iraníes oprimidos por la tiranía jomeinista es algo más que un grito en la oscuridad. Es el aviso claro de una seria amenaza.
Intolerancia antisemita e intolerancia anti cristiana
Parece una cuestión menor. Al fin y al cabo, que en dictaduras como Arabia Saudí, donde lapidan a mujeres, donde condenan a una joven a ser azotada y encarcelada por haberse “dejado violar”, y donde los homosexuales son condenados a muerte, que se borren la cruz de Sant Jordi de las camisetas del Barça, no es el principal problema de los derechos humanos. Sin embargo, es un síntoma significativo del mensaje anti occidental que respira el rigorismo fundamentalista. Aunque la intolerancia más conocida de esta ideología – no hablamos de religión, sino de ideología- es la antisemita, que impregna, desde las escuelas, hasta el periodismo o la política, no es menor la intolerancia anti cristiana, convertida en una forma de pensamiento. Quizás, se trata del sustrato mismo del pensamiento anti occidental que tantos réditos da al yihadismo. No olvidemos que el odio al judío es explícito y burdamente justificado por el conflicto de Oriente Medio. Por tanto, más obvio. Sin embargo, el odio al cruzado, que es más sutil, está igualmente articulado, se potencia sin pudor y conforma las leyes de muchos países. La persecución a los cristianos no es un eufemismo, ni representa los aspectos más coloristas de las proclamas de Al-Qaeda, sino que, por ejemplo, rige las leyes religiosas del país de los Saud. Se habla poco de ello, como de todo lo que no entra en los rígidos límites de lo políticamente correcto, pero es un hecho muy grave.
Además de las sistemáticas detenciones contra ciudadanos extranjeros que practican el cristianismo – fue sonoro el caso de John Thomas, torturado por la muttawa delante de su hijo de cinco años, y encarcelado por qué reunía amigos para la oración-, las leyes prohíben entrar una Biblia en el país, prohíben a los cristianos comprar propiedades, y cualquier signo religioso que no sea islámico, es castigado con penas que pueden llegar a la muerte. Incluso se deporta a aquellos que no cumplen el Ramadán. Como dijo alguien, “en Arabia Saudí los cristianos viven en las catacumbas”. Y no es el único país donde no profesar la fe de Mahoma, implica ser un ciudadano de segunda, fácilmente considerado un delincuente. Todo ello, que ocurre con diurnidad y alevosía, no mueve la condena internacional.
Al contrario, recordemos que el jefe del Estado concedió la más alta distinción nobiliaria española, el Toisón de Oro, al rey Abdulah bin Abdelaziz. ¿Se trata de la derivada religiosa, de lo que es una intolerancia integral contra los derechos fundamentales? Si fuera así, sería más simple. Pero la cuestión está imbricada en el pensamiento fundamentalista histórico, y es recurrente en todos los textos teóricos que inspiran, tanto al wahabismo político, como al yihadismo violento.
Si uno tiene la paciencia (y el estómago) de leer a Hasan al-Banna, fundador en los años 30 de los Hermanos Musulmanes de Egipto, o, peor aún, a teóricos profusamente leídos por los jóvenes musulmanes actuales, como Sayid Qutb o Yusuf al-Qaradaui, verá que la referencia contra los “cruzados” y el mundo occidental, es la referencia central. Todo ello parte de un hecho histórico inequívoco, el terror de los cruzados medievales, pero hace trampa con la historia, a la que presenta como un concepto maniqueo donde los “buenos musulmanes” han sido siempre violentados por “los malos cristianos”.
La aportación a las ciencias, a la medicina, a los derechos humanos que también ha significado el mundo cristiano, desaparece de ese relato, como también desaparece cualquier atisbo autocrítico. El hecho, por ejemplo, que durante siglos el Islam tuviera un gran califato turco, y que ello no implicara un avance sustancial en derechos y en modernidad, no existe en los análisis. Se trata de una mirada con retrovisor, nostálgica, de la épica pasada, pero incapaz de asumir los retos democráticos del presente. Mirada medieval con gafas de diseño del siglo XXI. La cruz, pues, no molesta por su pasado cruzado. Ello sería tanto como considerar que la media luna es molesta, por culpa de la actual Al-Qaeda.
Lo que molesta es la diversidad que representa, en un discurso que basa, en la intolerancia y el pensamiento único, su interpretación del mundo.