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Por Julián Schvindlerman
Los cuestionamientos al concepto de nación judía comenzaron en el mismo momento histórico en que nacieron los nacionalismos. Célebremente, el conde Stanislas de Clermont-Tonnerre proclamó ante la Asamblea Nacional Francesa en diciembre de 1789, luego de la Revolución: “A los judíos como individuos, todo. A los judíos como nación, nada”.
El comité de libertad, igualdad y fraternidad exigía a cambio el abandono de la identidad nacional judía. En 1807, Napoleón convocó a los líderes de la comunidad judía francesa y les desafió a que definieran su lealtad; a la nación francesa o al pueblo judío. Rápidamente quedó trágicamente claro para los judíos europeos de entonces que “el precio de la emancipación individual era la extinción nacional”.
En la era de la religión, se ofreció igualdad plena a los judíos a condición de que abandonasen su religión y adoptaran la religión imperante. En la era del nacionalismo, se les ofreció igualdad plena a condición de que abandonasen su identidad nacional. “En ambos casos”, escribieron Prager y Telushkin, “los oponentes de los judíos enviaron el mismo mensaje: cesen de ser judíos”.
Esto mismo fue planteado por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en el marco de su conflicto con Israel. El Artículo 20 de la Carta de la OLP, adoptada en 1964 y revisada en 1968, dice:
“…El reclamo de un lazo histórico o espiritual entre los judíos y Palestina no encaja con las realidades históricas ni con los elementos constitutivos de la condición de estado en su verdadero sentido. El judaísmo, en su carácter de religión de revelación, no es una nacionalidad con una existencia independiente. De esta forma, los judíos no son un pueblo con una personalidad independiente. Ellos son más bien ciudadanos de los estados a los que pertenecen”.
Esto es básicamente lo mismo que los antisionistas contemporáneos dicen hoy a los judíos. Una vez más niegan a los judíos el derecho a ser como les plazca. Jamás realizan planteos similares a los musulmanes, los protestantes, los palestinos, los chinos, los peruanos o los noruegos. El único nacionalismo que les perturba es el de los judíos. En sus famosas Cartas a un Amigo Antisionista de 1967, Martin Luther King afirmó: “Tú declaras, amigo mío, que no odias a los judíos, tú eres meramente ´antisionista´…Cuando la gente critica al sionismo quieren decir los judíos”.
Los principales promotores de antisionismo occidental en la actualidad son las Naciones Unidas, muchas destacadas ONG´s de derechos humanos, prominentes medios masivos de comunicación, y el progresismo intelectual; razón por la cuál esta forma de antisemitismo goza de apreciable respetabilidad y aceptación popular. Hay manifestaciones tóxicas de antisemitismo que superan al epíteto vulgar o al acoso físico con el que el antisemitismo clásico está más fuertemente asociado. Profanar un cementerio judío, agredir a un judío por su condición de judío, atacar una sinagoga, son expresiones obvias de antisemitismo tradicional. Comparar al estado judío con la Alemania nazi o la Sudáfrica del Apartheid, acusar a Israel de ser colonialista o genocida,  presentarlo como el más grande violador de las leyes internacionales; también. Sólo que en vez de ser expresiones convencionales, son nuevas formas de antisemitismo político. Semejantes caracterizaciones grotescas contribuyen al aislamiento forzado de toda una nación a lo ojos del mundo entero, además de ser escandalosamente injustas. Ninguna nación es tan cotidianamente catalogada de nazi, fascista, imperialista, colonialista, expansionista, genocida y segregacionista, como Israel lo es.
Una encuesta europea de 2003 arrojó el sorprendente dato que aproximadamente el 60% -¡60%!- de los europeos considera a Israel la principal amenaza a la paz mundial. En Alemania, el 65% de la población suscribió a esa noción; en Austria el 69%; en Holanda el 74%. (A modo de comparación, una encuesta reciente en Egipto, Jordania, Marruecos, El Líbano, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos -el bloque “moderado” del espectro árabe- arrojo el dato que el 79% de los encuestados considera a Israel la más grande amenaza a la paz mundial). Lo que estamos presenciando aquí es esencialmente un proceso de palestinización del discurso intelectual occidental. Es como si la opinión reinante en Occidente hubiera adoptado la terminología intransigente y ofensiva de la Carta Nacional Palestina, el documento fundacional de la OLP que llama a la destrucción de Israel. Este no es un comentario irónico.
El Artículo 22 de la Carta denomina a Israel "una base para el imperialismo mundial" y "una constante fuente de amenaza vis-à-vis la paz en el Medio Oriente y todo el mundo", un punto de vista reflejado en encuesta tras encuesta europea. El sionismo es descrito como "racista y fanático en su naturaleza, agresivo, expansionista y colonial en sus objetivos, y fascista en sus métodos", una caracterización regularmente asignada a Israel aún en respetables plataformas occidentales. El Articulo 9 afirma que la "lucha armada es el único camino para liberar Palestina", un concepto ya incorporado en varias resoluciones de la ONU. La renombrada periodista española Pilar Rahola denomina a la avalancha de hostilidad contra Israel como una “práctica de tiro intelectual al judío” que  prestigia al antisemitismo, “le da cobertura intelectual, lo arma ideológicamente”.
Además de las Cartas de la OLP y de Hamas ya citadas, agrupaciones como Hizbullah y Al-Qaeda claman abiertamente por la destrucción de Israel, también. A ellos debe sumarse la República Islámica de Irán cuyo presidente públicamente ha llamado reiteradas veces a “borrar a Israel del mapa”. En el Medio Oriente, la incitación a la eliminación de Israel -dirigida al componente judío de su población que hoy ronda los seis millones- es oficialmente fomentada y popularmente aceptada. Israel es el único estado del mundo, y los judíos el único pueblo del mundo, que son objeto de amenazas genocidas cotidianas por estratos gubernamentales, religiosos y terroristas que aspiran a su obliteración.
En lugar de provocar la indignación esperada, en el foro de la ONU, importantes agencias humanitarias, sectores de la prensa y de la intelectualidad occidental, parecen a veces dispuestos a respaldar intelectualmente esta ofensiva sin igual. La desproporción, la tendenciosidad y la supresión de hechos fácticos al juzgar a Israel reinan soberanos. La comisión de actos verdaderamente atroces por otros actores internacionales apenas generan una fracción, si eso, de la indignación global que despiertan las acciones israelíes. Europeos -que conocieron el nazismo, el fascismo y el colonialismo- acusan a los israelíes de ser nazis, fascistas y colonialistas. Sudafricanos -que conocieron el apartheid- acusan a los israelíes de racistas. Latinoamericanos -que conocieron dictaduras- acusan a los israelíes de ser opresores. Árabes y musulmanes -que continuamente presencian terrorismo en sus tierras- acusan a los israelíes de ser terroristas. Incluso desde Rusia y Estados Unidos se oyen voces que aseguran que Israel es imperialista. Sudán, país en el que realmente hay un genocidio en curso, o Siria, país incuestionablemente opresor, rara vez son señalados del modo que Israel lo es. Incluso democracias occidentales en las que hay discriminación contra minorías, por ejemplo los gitanos en Europa Oriental, o los bolivianos en la Argentina, no suelen ser señaladas para la condena como Israel lo es. Hungría no es comparada con el Apartheid ni la Argentina con el Nazismo. Sería una locura que lo fueran, tal como es una locura hacerlo con Israel.

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