Por Dr. Julio María Sanguinetti, Ex-Presidente de la República Oriental del Uruguay
Una vez más, la guerra en la frontera de Israel… Ahora no es en el Norte, como en 2006, cuando el Jizballah, un poder militarizado adentro de un débil Estado libanés, se aburrió de tirar misiles hacia el otro lado y llegó al secuestro y la muerte, obligando, finalmente, a la reacción militar del agredido. Hoy estamos en la frontera Sur, la de Gaza, liberada por Israel en el 2005, cuando se pensó que la paz podía alcanzarse comprándola con tierra y, al igual que en Sur del Líbano, retiró su ejército. En esta ocasión no se trata de Jizballah sino de Hamas, distintos pero idénticos en el proclamado objetivo de la desaparición de Israel.
En su tiempo, Israel informó, reclamó, denunció. Nadie se molestó. Por supuesto, en el Sur del país se vivía bajo el terror permanente y a cada rato había que esconderse en refugios salvadores. Una vez y otra se advirtió, pero los muertos no eran muchos y eran israelíes, o sea los más poderosos, los aliados de los EE.UU. Y, naturalmente, nadie contestó. Hasta que un día hubo que detener la agresión, o por lo menos intentarlo, y los mismos que callaban saltaron como resortes a clamar por la paz, a organizar manifestaciones en todas las capitales por los pobres palestinos sitiados en Gaza, que es -se dice- un "campo de concentración israelí". Lo que no se dice es que si esas fueran las motivaciones israelíes, más sencillo hubiera sido seguir ocupando militarmente Gaza. Lo que no se dice es que la mayoría de esos palestinos viven del trabajo que encuentran en Israel, porque en su territorio, sus enriquecidos correligionarios nunca se propusieron instalar hoteles para turismo o establecimientos que dieran trabajo, expectativas de mejora, creando así -a la vez- el clima de la paz. Merleau Ponty escribió hace años que la capacidad de violencia revolucionaria está en función inversa de lo que se tenga para perder; quien tiene algo, trata de no arriesgarlo, mientras que a quien nada posee todo le da lo mismo. Lo que no se dice es que la mayoría de esos palestinos quiso encontrar un camino pacífico votando una tendencia moderada para su gobierno, pero el Presidente Mahmud Abbas fue acosado y prácticamente depuesto por la mayoría circunstancial del movimiento Hamas, quien parte de la base de exigir la desaparición de Israel.
Se habla de excesos. De respuestas desproporcionadas. La verdad es que la guerra siempre es un exceso, siempre es una barbaridad, en el estricto sentido de la palabra. ¿Qué es, entonces, una respuesta proporcionada? ¿Tirar 3 mil misiles hacia el otro lado con una eficacia mayor y allí sí matar indiscriminadamente? ¿Cuántos muertos hay que esperar para justificar una reacción?
Todo esto quienes primero lo saben son los Estados árabes responsables. Lo tiene claro Egipto, que cierra a cal y canto su frontera con Gaza. Lo tienen bien asumido Jordanía y Arabia Saudita, acusados de complicidad o cobardía por los movimientos radicales, que también operan en contra de su institucionalidad, pretendiendo desplazarlos hacia el sendero ciego del fanatismo y la violencia.
En el fondo, digámoslo con todas las letras, lo sabemos todos. Pero hay quienes creen que sólo se puede posar de "izquierda" si se está contra Israel, porque es el aliado de los EE.UU. en el difícil equilibrio de esa región; que sólo se puede invocar humanismo clamando por una paz que justamente han quebrado quienes aparecen como víctimas circunstanciales de una tormenta que ellos mismos desataron para justificar su propio radicalismo.
Todos los esfuerzos por la paz, naturalmente, son bienvenidos. Pero ninguno tiene el menor sentido si no es sobre la base de que Hamas deponga su objetivo de la desaparición de Israel. Quien de buena fe actúe, primero que intente arrancarle algún compromiso a quienes cierran toda hipótesis de diálogo. ¿Qué diálogo puede haber si una de las partes proclama la desaparición de la otra?
En el fondo, la generalidad reconoce, aunque no lo diga, que esta es la misma guerra de hace 60 años, cuando en 1948 las Naciones Unidas crearon dos Estados, uno judío y otro árabe, que entonces no fue aceptado por quienes decían defender la causa palestina. Si en aquel momento, se hubiera creado este Estado, ¡cuánta sangre se habría ahorrado! La circunstancia de fondo permanece: quienes sustentan la desaparición de Israel, al punto de que cuando algún movimiento cambia su parecer para una línea constructiva, de inmediato es jaqueado por otro radical que le aparece a su costado. Así viene ocurriendo desde la OLP y Arafat, que nació como terrorista y murió como dialoguista. Mientras no se cambien los textos en las escuelas y las prédicas en los templos, sembrando el odio contra el pueblo judío, siempre aparecerá alguien más fanático para continuar este largo conflicto, que ha provocado ocho guerras convencionales y por lo menos dos Intifadas.
Por cierto, los muertos duelen, sean de quien sean. Por supuesto, el ejército israelí, como todos los ejércitos en combate, seguramente comete excesos. Pero no un genocidio, como se afirma con trivialidad, porque si esta fuera la idea es obvio que no habría quinientos muertos ni se harían las sacrificadas operaciones de infantería que se realizan. Bastarían las bombas y los misiles. Los muertos duelen, sí. Pero también la hipocresía de lo "políticamente correcto", la dualidad de quienes no quieren ir al fondo mismo de la cuestión que es el fanatismo, la xenofobia, el antisemitismo, el totalitarismo, el sometimiento de la mujer, el odio proclamado y difundido desde la tierna infancia de quienes -se proclama- nacen para servir a la gloria de Alá en el más allá.
Fuente: El País de Uruguay (18/1/09)