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Por Julián Schvindlerman
Dos décadas atrás, en mis tiempos de estudiante universitario en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires -carrera que en retrospectiva vería como un error de juventud y que corregiría con un posgrado especializado en asuntos mesoorientales años más tarde en el extranjero- me tomó por sorpresa, como a tantos otros, el anuncio del Acuerdo de Oslo entre el Estado de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina. A mis veintidós años no tenía una conciencia política sólida y mi conocimiento de los asuntos del Medio Oriente y de la historia de Israel eran limitados. Había visitado Israel en el marco de un plan para jóvenes y había recibido una educación primaria en escuela hebrea. El hogar familiar respiraba una atmósfera de identificación con el destino del pueblo judío y el de Israel. Estaba imbuido de las  lecturas de autores notables como Leon Uris, Howard Fast, Elie Wiesel, Sholem Aleijem y otros que habían contribuido a moldear un cierto modo de ver las cosas y dotado un sentido de preocupación por el devenir del pueblo judío y las vicisitudes del estado judío. Pero carecía de una formación académica solvente y de una experiencia profesional o personal tal que permitiera una evaluación política o meta-histórica de los acontecimientos.
Sin embargo, la intuición se hizo escuchar y claramente se expresó por el lado del escepticismo. ¿Por qué estaban los israelíes negociando, y así validando, a terroristas sangrientos que tanto dolor les habían causado? ¿Podían ser tan crédulos de la palabra de quienes hasta el día anterior habían estado clamando por, y operando en pos de, su aniquilación? ¿Qué esperaban obtener de un acuerdo que, en mi parecer, era incorregiblemente inmoral? Incentivado por interrogantes de este tipo me senté frente a un ordenador (o quizás máquina de escribir) y me dejé llevar por mis ideas, trasladándolas al papel en forma de una alerta de que el acuerdo era un gran error histórico de Israel. Al completarlo, algo importante para mi futura carrera profesional había ocurrido: había escrito mi primer artículo sobre relaciones internacionales. En mi casa se recibía el periódico Comunidades así es que resultó lógico que pensara en aquél medio para hacer llegar mi breve e indignado manifiesto. Sus editores, Natalio Steiner y Alberto Rotenberg, aceptaron publicarlo. Fue el inicio de una relación que -felizmente- se extendería por muchos años. Los editores se tomaron la libertad de modificar el título, el cual quedó como un signo de pregunta: “¿Concesiones a quién?”. Fue la primera y única vez que un título mío fue alterado en sus páginas. Ambos merecen el reconocimiento de haber dado lugar al texto de un joven desconocido, motivado e inquietado por los enormes sucesos de aquél entonces.
Conocemos la historia y cómo terminaron las cosas. Lo que comenzó con un apretón de manos de alto simbolismo en los jardines de la Casa Blanca y que fue acompañado por el entusiasmo de masas de judíos y gentiles, encandilados por una era de paz que creían divisar, concluyó abruptamente en una confrontación brutal. Veinte años después no hay nada para celebrar. La imagen internacional de Israel es pésima, y de hecho, peor de lo que era a inicios de los años noventa. Sus esfuerzos por la paz, aún a costa de grandes riesgos para su seguridad y para la cohesión de su sociedad, no han sido cabalmente apreciados por sus vecinos ni por la comunidad internacional. Israel es visto como un estado opresor y los palestinos, como un pueblo víctima. Equiparaciones de Israel con el Tercer Reich, el Apartheid y el colonialismo son frecuentes, aún en foros respetados. Las entregas territoriales que el país hizo desde entonces sólo le trajeron complicaciones e incluso contiendas bélicas. Cada acto de terror palestino en las ciudades de Israel no ha fomentado una mayor simpatía por la nación atacada  y, paradójicamente, ha aumentado el estatus de víctima del pueblo palestino en la mirada mundial. Cada medida defensiva de Israel sólo ha generado rechazo universal. Dos décadas atrás, algunos líderes israelíes con el apoyo de importantes sectores de la población, aseguraron que riesgos debían tomarse en aras de la paz. Los riesgos fueron tomados y la paz no ha arribado. Incluso los más ardientes defensores de Oslo pueden ver hoy que las consecuencias de estrechar la mano a Yasser Arafat han sido fatales.
Veinte años después de la firma del Acuerdo de Oslo un nuevo esfuerzo se está realizando por la paz en Israel y en Palestina. Y una vez más ha sido inaugurado del modo equivocado: poniendo en libertad a asesinos de inocentes. Difícilmente un proceso de paz que requiere la liberación de terroristas pueda llegar a buen puerto. Una vez más se reincide en la equivocación de asumir que sólo Israel es la parte obligada a la realización de concesiones: nótese que Israel es presionada a dar muestras de buena voluntad para apenas lograr que la Autoridad Palestina se avenga a negociar. Y otra vez se está ignorando el crucial tema de la educación popular: mientras la incitación antijudía y antisionista en las zonas palestinas continúe impune no habrá la más remota chance para la paz.
¿Quién sabe? Quizás esta vez sí funcione. Pero algo me dice que, en el mediano plazo al menos, eso no sucederá. Ahora no se trata de una mirada intuitiva hacia el futuro. Veinte años de acontecimientos nos pueden educar.

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