Por Marianne Kohn Beker
Aún existimos unos cuantos que nacimos bastante antes de que se fundara en Venezuela la Unión Israelita de Caracas, tal como la conocemos hoy. Por ello podemos dar constancia de que ella estuvo en gestación desde nuestra más tierna infancia, porque aquellos primeros inmigrantes, provenientes de diferentes países europeos, trajeron consigo la base fundamental de lo que, hasta el día de hoy, prevalece como el núcleo alrededor del cual todo lo relacionado con la vida judía se ejecuta conjuntamente, a través de una red, especie de tela de araña que distribuye el trabajo de acuerdo con su objetivo, y promueve la constante fundación de otros organismos con desempeño independiente hacia adentro, sin inmiscuirse en la labor de los otros. Gracias a tales características organizativas, su funcionamiento no exige una jerarquía vertical, al punto que podría servir de modelo para la convivencia pacífica porque, con el paso de los años, ese minúsculo sistema planetario constituido por equipos encargados de satisfacer cada nueva necesidad, originada en el seno mismo de la comunidad o por las condiciones sociopolíticas cambiantes nacionales y/o internacionales, han crecido y funcionado, con independencia interna y en concordancia con los demás, hasta abarcar no sólo todo lo necesario, sino lo que fuese de interés público y colectivo.
La Unión Israelita de Caracas fue un pilar fundamental para unir grupos y grupúsculos judíos provenientes de distintos países, que, en algunos casos, permanecieron separados por muchos siglos, ignorantes de sus respectivas costumbres y experiencias, porque supo promover el hecho irrefutable de compartir tanto una concepción particular de la vida y del mundo, como un destino común que debemos afrontar unidos, sin tener que abandonar nuestra diversidad cultural, que incluye desde la gastronomía hasta la forma en que rezamos.
Por ello nuestra comunidad ha sido tan reconocida por las constituidas en otras naciones de la diáspora. Vista desde afuera, la comunidad judía venezolana, a pesar de su juventud y reducido número de miembros, es considerada admirable en su naturaleza y sus logros. Claro que ha sido así precisamente también porque la mayoría de nosotros no nos consideramos tan exitosos como nos lo aseguran personalidades de otras latitudes del mundo, inclusive Israel. Nunca hemos estado satisfechos. Siempre encontramos motivos de crítica y esas críticas tarde o temprano son escuchadas.
Basta enumerar el orden de nuestras prioridades para entender su grandeza y sorprenderse de la sabiduría de los primeros inmigrantes que no se contentaron con fundar una kehilá, es decir, un colectivo organizado a la manera tradicional asquenazí traída de su entorno europeo, sino que la adaptaron a su nueva circunstancia, lo cual implicaba la convivencia con la comunidad sefardí, ella misma cada vez más multicultural también, conformada por judíos provenientes de muy diversas zonas geográficas.
Este proceso continuado encontró su consolidación gracias a la temprana y certera fundación del sistema educativo que reunió a los hijos de sefardíes con los de los asquenazíes desde su más tierna edad. Los mismos que, ya adultos, han asumido las riendas de las instituciones madres y sus satélites, compartiendo todas y cada una de sus responsabilidades en un ambiente de confraternidad y entendimiento, cuyos resultados hubieran llegado a ser, por ejemplo, tener en la presidencia de la Unión Israelita de Caracas a un descendiente de sefardíes, y en la Asociación, a un descendiente de asquenazíes.
No existe la menor duda acerca de cuál fue el factor que propició el feliz desenvolvimiento de estos sesenta años de vida judía en Venezuela. Todos los que somos venezolanos y judíos y —especialmente— nuestros ascendientes, los inmigrantes, coincidimos en que Venezuela nos enseñó a ser no sólo respetuosos sino cordiales, afectuosos y solidarios con la gente que se establecía en nuestro territorio para contribuir en esa tarea común a todos de convertir a Venezuela en un país moderno, que pudiera ofrecer a sus ciudadanos el bienestar común al que todos los humanos tenemos el derecho legítimo de aspirar. Así fue, desde el principio. La incorporación a la vida nacional de todos los inmigrantes, ya sea como estudiantes universitarios, profesionales, empresarios, intelectuales, artistas y políticos nunca se vio obstaculizada por mezquindad alguna.
Las oportunidades compartidas con los venezolanos de origen, tanto por los inmigrantes judíos como por los otros, favorecieron una rápida y fructífera integración con el extraordinario resultado de una excelente convivencia en todos los ámbitos de la vida nacional, muy especialmente en el quehacer social, como vecinos y amigos, pues nunca se apersonó ese sentimiento, tan común en otros pueblos, de la discriminación y la exclusión del extranjero ni del diferente, cualquiera que fuese el motivo.
Hoy, cuando atravesamos una situación inédita en nuestro país que ha obligado a muchos venezolanos, no sólo judíos, a buscar otros horizontes, no podemos sino mirar hacia atrás y conceder que nuestra comunidad, por todas estas condiciones tan especiales, es invalorable.
Por ello, el abrupto resquebrajamiento de esta conducta tradicional admirable de la sociedad venezolana no puede sino ensombrecer la celebración de los sesenta años de exitosa vida de la Unión Israelita de Caracas y de las instituciones afines, pues ese horizonte de vida amalgamada con la de nuestros conciudadanos de distintos orígenes, ostenta ahora una interrogante gigante que nos mantiene en zozobra. No quisiéramos que la vida judía en Venezuela llegara a ser un vago recuerdo histórico como la de los sefardíes de España o la de los asquenazíes de Polonia.
Esta efeméride es, por lo tanto, una buena ocasión para hacer votos por la coexistencia y el reencuentro de todos los venezolanos en esta Tierra que siempre ha sido de Gracia.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita / www.nmidigital.com